Venezuela, que disfrutaba de la renta petrolera más alta de Latinoamérica y que aquel año solo tenía 12 millones de habitantes, mantenía al 70% de sus habitantes en la pobreza. Unas escuálida clase media y pequeña burguesía, reaccionarias, ignorantes y bobaliconamente admiradoras del imperio del norte, que se beneficiaban de las migajas que dejaban en el país las grandes petroleras, estaban egoístamente contentas con poder comprarse enormes carros norteamericanos que consumían petróleo como si fuese aire, enormes frigoríficos y enormes chalets en las urbanizaciones que rodeaban Caracas.
Enviaban a sus hijos a estudiar a Estados Unidos, se operaban allí de cualquier enfermedad y se cambiaban la cara periódicamente, deslumbradas por la técnica, el avance y la riqueza de su imperio. Y votaban alternativamente a uno de los dos grandes partidos que se repartían el exiguo poder que les dejaba el Departamento de Estado de EEUU: Copei y Adeco.
Mientras, los trabajadores vivían en la pobreza, en la miseria y en la extrema miseria. Alrededor de Caracas, trepando en los cerros del Monte Ávila, se hacinaban inmundas chabolas que llamaban ranchitos, sin agua ni letrinas, que enchufaban la corriente directamente de los postes de alta tensión de la carretera.
En los “ranchitos de cartón” que cantaba Soledad Bravo, con techos de palmas, anidaban insectos que transmitían el mal de Chagas, no tenían más equipamiento que unos chinchorros para dormir y un hornillo de queroseno. Los niños estaban descalzos y desnudos, con los vientres abultados, y tenía uno de los índices más altos de mortalidad infantil de Latinoamérica. La primera causa de mortalidad femenina era el parto en el campo y el aborto provocado en las ciudades.
Enormes extensiones en poblaciones rurales y pequeñas ciudades no tenían médicos ni ambulatorios, la mitad de la población era analfabeta, mientras las antenas de televisión eran un bosque en los tejados de los ranchitos. El alcoholismo y el juego sustituían en los hombres a la escuela, la cultura y el deporte.
Una izquierda esforzada y valiente, sistemáticamente perseguida por los gobiernos de turno que detenía a sus militantes, los torturaba, los encarcelaba en infames prisiones y los hacía desaparecer cuando convenía, denunciaba continuamente este horrible reparto de la riqueza e intentaba revertirlo con programas de mínima justicia social.
Una parte de ella, el Partido Comunista entre otros, mantenía una actividad legal y se presentaba a elecciones que era imposible que ganara según la ley electoral y los recursos de que disponía. Otro sector, desesperado e impotente ante aquella situación, decidió embarcarse en la guerrilla. Durante veinte años penó en las peores condiciones, sin gente, sin recursos, sin armas, en la selva, intentando enrolar en la revolución a campesinos que no sabían más que sobrevivir.
Cuando yo llegué, Venezuela sufría uno de los peores gobiernos que ha padecido, el de Carlos Andrés Pérez. Ministro del Interior con el dictador Pérez Jiménez, había perseguido a los guerrilleros como a alimañas, los había hecho detener, torturar y desaparecer, sistemáticamente.
Concluida la dictadura se había adscrito a los adecos, que fingían ser socialdemócratas, y habían firmado el Pacto de Punto fijo con los de Copei, democristianos, para evitar que en ningún caso el Partido Comunista llegase al poder, y así se distribuían los gobiernos, alternativamente.
Carlos Andrés Pérez persiguió a comunistas y guerrilleros con ferocidad. Se les asesinó en las calles y en las comisarías, y nunca se encontraron los cadáveres ni se celebraron juicios contra los responsables. En miles se calculan las víctimas, más que bajo la dictadura de Pérez Jiménez.
Eran los tiempos en que los presidentes de Estados Unidos, y los de España, estaban tan contentos con los mandatarios venezolanos.
Las relaciones políticas y económicas no podían ser mejores. Las visitas de unos y otros se menudeaban para felicitarse mutuamente.
Felipe González tenía como mentor a Carlos Andrés Pérez, de quien aprendió a organizar los GAL. Y Nixon consideraba su amigo al presidente venezolano.
No era para menos. Las grandes compañías petroleras estadounidenses disponían del oro negro venezolano a su antojo. La ficción de que se nacionalizó –se hizo cuando yo estaba allí-, de la que tanto presumía Pérez, no significó beneficio alguno para la población trabajadora. El petróleo bajo la tierra no tiene utilidad alguna, como lo demuestran los millones de años que tardamos en saber cómo utilizarlo. El petróleo ha de extraerse, refinarse y transportarse, y todos esos procesos de producción los llevaban a cabo Caribbean Petroleum, British Controlled Oilfields, Colon Development Co., Venezuelan Oil Concesions, Standard Oil (Creole) y Gulf Oil Comporation (Mene Grande) Era cuando el bolívar se cambiaba a 6 dólares por unidad.
Mientras tanto, los trabajadores que entregaban su plus valía a los consorcios internacionales, vivían y morían en los ranchitos. Las mujeres también, presas de una política natalicia prehistórica, con diez y quince y veinte, y hasta treinta hijos por mujer adulta.
El pueblo estaba hambriento y desorientado, pero no muerto. Se producían huelgas y rebeliones periódicas, que eran reprimidas salvajemente por las fuerzas del orden, pero que seguían incubando la rabia y el deseo de justicia.
Carlos Andrés Pérez, que en 1988 había ganado las elecciones por el 52’9 % de los votos, prometiendo justicia social y reparto de la riqueza, se entregó sin condiciones a los propósitos del Fondo Monetario Internacional, al que se le llamó “Paquete Económico”, concebido para mantener la economía del país dentro del modelo neoliberal.
La liberación de precios y la eliminación del control de cambio generó inmediatamente más hambre y desempleo.
Entre otras medidas liberales, el gobierno decretó la liberación de los precios de todos los productos a excepción de 18 renglones de la cesta básica.
Incrementó las tarifas de servicios públicos como teléfono, agua potable, electricidad y gas doméstico y de los precios de productos derivados del petróleo, con un primer aumento promedio del 100% en el precio de la gasolina y las tarifas del transporte público en un 30%.
Y el pueblo salió a la calle a protestar. El Caracazo o Sacudón comenzó el 27 de febrero y terminó el 8 de marzo de 1989 en la ciudad de Caracas.
La masacre ocurrió el día 28 de febrero cuando fuerzas de seguridad de la Policía Metropolitana, Fuerzas Armadas del Ejército y de la Guardia Nacional salieron a las calles a controlar la situación.
Aunque las cifras oficiales reportan 276 muertos y numerosos heridos, algunos reportes extraoficiales hablan de más de 300 personas fallecidas y 2.000 desaparecidas. Otros informadores me han dicho que serían más de 2.000 los muertos e incontables los desaparecidos.
Entre el 27 de febrero y el 6 de marzo de 1989, el ejecutivo envió 4.000 tanquetas para acabar con la rebelión. El Ejército y la policía usaron unos 4 millones de balas para reprimir al pueblo. En el Cementerio General del Sur, al oeste de Caracas, hay un sector conocido como “La Peste”, porque durante “El Caracazo” allí eran llevados y amontonados por días los cuerpos de los civiles asesinados en los barrios. Luego eran enterrados en fosas communes.
En “La Peste” recientemente las autoridades encontraron una fosa común con 70 cuerpos no identificados. No estaban incluidos en la lista oficial del Gobierno de Carlos Andrés Pérez.
Mientras tanto, los dirigentes políticos, Pérez, Herrera Campins, Caldera, Lusinchi, estaba inmersos en la más descarada corrupción. Los capitales salían del país sin control alguno, ninguna obra se realizaba sin pagar la coima correspondiente a los gobiernos, a las alcaldías, a los diputados, a los senadores.
Tal era la evidencia de comisiones y prevaricaciones que al final Carlos Andrés Pérez fue procesado y encarcelado.
Mientras tanto, al contrario que en otros países latinoamericanos, el ejército venezolano al que se utilizaba por el poder civil para reprimir al pueblo, no era elitista.
Estaba compuesto mayoritariamente por clases trabajadoras y se sentía cada vez más incómodo por su papel genocida.
De ahí surge el comandante Hugo Chávez Frías y sus camaradas de promoción, que provenían de clases trabajadoras pobres. Y por ello su intento de golpe de Estado en 1992.
Nada de todo esto se lo cuentan a los lectores los caritativos defensores de derechos humanos, Felipe González, Alberto Rivera, y sus medios de comunicación, que trabajan para que el régimen político y económico de Pérez y sus secuaces se implante otra vez en Venezuela.
En un mínimo resumen, de estos acontecimientos arranca el gobierno bolivariano Pero esa es otra historia que merece otro artículo.