Se pasearon por el asesinato de un alto dirigente de la oposición. Un caos horripilante en el metro de Caracas que provocase una matazón como las que se dan en brutales estampidas de los estadios de fútbol. La caída de un avión. El envenenamiento masivo en una escuela de niños. Un incendio en una gran central eléctrica.
Pero entre todas esas macabras y monstruosas intenciones el elemento clave debía ser el de la incineración, para no dejar ninguna clase de huellas: como ocurrió cuando el propio gobierno gringo derribó la torres gemelas en Nueva York.
Claro, en todas estas tramas, la mano peluda y directora está siempre a cargo de los agentes de la CIA.
El asunto estaba claro: hay que atentar contra la refinería más grande del mundo y hacerla añicos. Volar todo a su alrededor. Lo que no se había hecho en el 2002, era hora de montarlo.
¿Cómo?
No hay nada hermético ni blindado en el mundo que la mente profundamente aviesa y degenerada de la CIA no sea capaz provocar; nada más experta en inventar guerras, auto-atentados y asesinatos muy bien planificados, en los que el Tío Sam aparece como intocable, como un angelito. Es bien conocido que existen siete episodios “providenciales” que fueron en su momento considerados “casus belli” y que permitieron torcer las resistencias de la opinión pública gringa a entrar en conflictos exteriores: El Alamo, la voladura del Maine, el hundimiento del Lusitania, Pearl Harbour, el incidente de Tonkin y el ya mencionado atentado al World Trade Center. Sin tomar en cuenta el millar de conmociones civiles y militares que en el hemisferio llevan su sello y su marca: derrocamiento del propio Marcos Pérez Jiménez, de Bosh, de Arbenz, de Bertrand Aristide, Zelaya, Lugo; asesinatos de Allende y Carlos Delgado Chalbaud.
En “estrategia política” (entiéndase: atentados, sabotajes y crímenes) la oposición venezolana no mueve un dedo sin consultar al Departamento de Estado; es Estados Unidos quien provee todos los sofisticados elementos para perturbar cualquier economía del mundo que no esté embanderada con sus negocios, con sus intereses.
Pues bien, la técnica más infalible en estos casos de terrorismo y que es la que menos huella (o ninguna) deja, es la de pavorosos incendios; que todo quede incinerado y que se haga prácticamente imposible investigar.
Los cadáveres incinerados en las Torres Gemelas de Nueva York no dejaron huella ni rastro Miles de personas evaporadas que nunca pudieron hablar.
¿Qué sería lo último que vieron y sintieron esos Guardias Nacionales de Amuay, hoy calcinados?
La técnica de la calcinación era la preferida de los íntimos y queridísimos amigos del expresidente Uribe, Carlos Castaño y Mancuso, quienes no querían dejar rastros de sus víctimas. Por eso se dedicaron a construir hornos crematorios en los que incineraron cientos de cadáveres. Son restos que quedaron sin rastros, rostros ni huellas. También recordemos los hornos crematorios durante la II Guerra Mundial; quemar también fue una práctica en el Perú de los ochenta, en las dictaduras de Argentina y Uruguay.
Multitud de casas, negocios, instituciones, empresas, templos y fábricas, y muchos cadáveres, han sido quemados en esa búsqueda del crimen, del sabotaje y del atentado perfecto. Hoy aterra a España y al mundo el caso de José Bretón, padre de Ruth y José, que él pudo haber incinerado en la finca de Las Quemadillas, en busca de ese crimen perfecto.
Hoy estamos estremecidos por lo ocurrido en Amuay, y debo admitir que el gobierno ha sabido llevar muy bien estos hechos. Estoicamente ha soportado la bocanada de mierda que la oposición desde antes de la tragedia le ha venido lanzando.
Ya he explicado las razones que me hacen considerar que esto no fue un simple accidente, porque se ha vuelto a remover el corazón de la economía nacional. El país todo puesto de nuevo en vilo por algo en que la ultra-derecha ha estado insistiendo desde que Chávez llegó a Miraflores.
Quiera Dios que los expertos puedan realmente determinar las verdaderas causas de tan terrible acontecimiento. Para mí, ha sido una mano peluda.