A Antonio Orihuela,
redentor de luces enterradas,
por su 'Moguer 1936'
"Las aves del cielo tienen sus nidos
y las alimañas sus guaridas,
pero el Hijo del Hombre
no tiene donde apoyar su cabeza"
Cristo, el gran rebelde metafísico y social
Con esto Cristo quiso decir
que ni tenemos nidos
ni guaridas ni almohadas
dónde apoyar nuestro
desacoplado cabezal,
que todo lo hemos Inventado
para no zozobrar,
que tan sólo tenemos
la Luz que nos puede guiar,
esa misma que siempre
tratan de eclipsar,
esa que hoy, más que nunca,
más ensombrecida está.
Tampoco, naturalmente, tenemos casa,
refugio, donde descansar,
asi que esta Vuelta a Casa
procedente de Al-Andalus, de Moguer,
encaja en esta realidad.
El viaje Al-Andalus para visitar el nicho de la tribu perdida ya se lo comió Vertumnus, ese Dios del Paso del Tiempo cuya misteriosa zancada sigue sin entenderse.
En Huelva visitamos a unos amigos y corriendo p'a Moguer nos fuimos. Cuando cruzamos el puente sobre el río Tinto recordé que la primera vez que cruzamos el puente, a principios de los 40's, en un Alba de luces que aún las llevo en mi estandarte, lo hice andando de la mano de mi madre; la camioneta tenía que parar al principo del puente para hacer bajar a todos los pasajeros, después, pasado el río, volvíamos a subir. Recuerdo que cruzabamos en silencio sin hablar. Una densa atmósfera cargaba el momento de eternidad. El Tinto, minero indiferente, susurraba abajo con complicidad. Como si nos persiguiesen fantasmas andabamos aprisa. Ya la camioneta nos esperaba al final. ¿Y si no llegabamos a tiempo y al chofer le diera por dejarnos alli, naufragos aislados en medio de un puente que fue destruído en el 36 para obstaculizar el paso de las fuerzas fascistas hacia Moguer?
Setenta y ocho años despues nos dijeron desde el hotel que tomaramos la entra tres. Y allí estaba Moguer (con el puente sobre el Tinto ya arreglado), azul y blanca, ahora de coches, de Mercadona's y avenidas de Plateros de Juan Ramones exilados que después de muertos, desinfectado ya Moguer de toda la canalla marxista y roja, el lírico poeta pudo ya ser enterrado en Moguer. Por toda la ciudad esta el Nobel, sus versos y su burro, su asno y sus versos. Nada de su exilio. Nada de su denunciadora prosa, nada que pudiera sacar a la luz los asesinatos de cuerpos e inteligencia que asolo la patria. Tan sólo la marketización del Nobel como anzuelo de turistas y entrada de divisas, y bajo ello la suprimida y rica historia de Moguer de iluminarias y héroes que tuvieron que cavar ellos mismos sus propias fosas en campos y cunetas y que aún siguen desaparecidos.
Pero en este palimpsesto, capas geológicas e históricas que se van superponiendo, las indestructibles raíces de los pueblos, el Moguer antiguo y originario, ya sofocado y taponado por los vencederes, sigue respirando.
En ese Moguer que aún respira, sofocado hoy en día por el progreso que secuestra sueños y letargos, nació mi madre en 1903 cuándo aún no habían coches ni Plateros ni mano de obra transplantada que pululua por sus calles exigiendo salarios impagados. Aquí nació mi madre cuándo el barco aún no iba escorado y en el nítido cielo moguereño volaban las esperanzas y las avis raris que con el tiempo en magníficos alcatraces se trasformaron por las luchas y los heroísmos de los hombres y mujeres que por sus alas y vuelos lucharon.
Me contaba mi madre --historias de diablos y dioses-- que cuándo comenzaron a llegar los coches a Moguer, sus ruidosos motores asustaban a las cabellerías que se desbocaban fuera del control de sus carreteros y las gentes se atrancaban en sus casas al grito de ¡el diablo, que viene el diablo¡. Esos cacharros que ya forman parte integral de nuestras vidas llegaron a ellas como diablos, como perturbadores del orden público y privado y que hoy rigen domo dioses omnipresentes y alados...Hay que ver como nos acostumbramos tan rápidamente los humanos a lo que nos echen o nos saquen sin reparar ni pensar ni calibrar si en ello perdemos o ganamos. Asi hemos ido pasando, en cortos períodos del calendario, de las caballerías y los carros a los submarinos nucleares que acarrean misiles intercontinentales que en quince minutos pueden llevar todo este absurdo carnaval al total colapso. Mi padre, por ejemplo, cuándo nació en Trigueros en 1901 habían farolas de gas en las calles y cuándo murió en 1991 ya había un hombre en la Luna, o, más que un hombre: un norteamericano. Que tremendos cambios mentales, psicológicos, ontológicos y sociales comprimidos en tan poco tiempo sacuden al ser humano sin que éste los pueda aprehender en su total dimensión.
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De la mano de mi madre, a principios de la decada de los cuarenta --como dijimos-- llegamos un Alba a Moguer. Habia muerto mi abuelo. Estaba tendido en la cama en largos calzoncillos blancos. Esa Alba la llevo y la llevaré siempre en mi ser. 'Ser y Tiempo', de Heidegger. El ser y el tiempo del no-ser en una Alba incrustada de diamantes en mi alma que me acompaña perennemente adonde quiera que vaya sin importarle si la queremos o no reconocer. Me contaron que mi abuelo, cuando llegó el cura para darle sus auxilios espirituales, sacando fuerzas ante la muerte, le tiró una de sus botas. ¿Habría sido mi abuelo uno de los testigos que presenciaron en 1936 la quema de la santa parafrenalia religiosa en la Plaza de la Iglesia? Sea cierto o no la historia en la tradición oral perduró. 'Moguer 1936', el libro que leímos en tres días, es la contabilidad mas excelsa y mejor trabajada que se ha hecho nunca de un genocidio. Ello me hizo admirar mas al viejo de los largos calzoncillos blancos que se fue de la existencia con aquel prometeico botazo que me contaron. Lloraba tanto ante el cadaver de mi abuelo que al final me sacaron de en medio llevandome con mi tía María, la 'Patito', que tenía una tienda de comestibles.
Asi entré en Moguer.
Aún sigo en él.
Tendría unos cuatro años.
Cruzamos el puente sobre el río Tinto andando.
Un alba en la cúal sigo nadando
en un mar misterioso que me asalta
cada vez que me levanto temprano
y la luz del amanecer juega con mis sueños
como si todo aquello pudiera de nuevo volver.
Cementerio de Moguer
De niños jugabamos cerca de él.
Sólo había campos, aire, espacios
y marismas limpias
que nos miraban desde lejos
como si quisieran entender.
Yo venía de Huelva
y ya por eso tenía un status
de extranjero que me daba
privilegios de ser
al jugar a la pelota,
al correr, al volar ingrávido
por la Friseta.
Comencé mi vida de extranjero en Moguer.
Después fue pasando el tiempo
y a ser foraneo me acostumbré.
Cementerio de Moguer
Ahora, las cinco de la tarde
de un d'ia de Septiembre,
ya los años y los espejismos pasados,
me doy cuenta de que es el lugar
más vivo que existe
porque los que seguimos en el mundo,
al entrar en él,
nos reunimos con la otra parte
del holograma de la existencia
sin la cual no nos podríamos reconocer.
El repetido ser o no ser alli se enlaza
como mariposas disecadas
que revolotean por todas partes
en un campo mórfico
que inmovoliza el momento
dónde ya no sabemos
quienes se fueron
y quienes se quedaron.
Ningún vivo en el cementerio
Sólo yo, vivo-muerto en fase de espera
Dos mil muertos y yo
Y los enterrados en fosas comunes,
abajo, silenciados,
aguardando la redención.
Me siento en el poyete de una fuente
y me fijo en el nicho de mi madre
que está arriba, en la quinta fila,
ático que a los campos mira
como si los difuntos quisieran
alcanzar el paisaje exterior y escaparse
de la densidad mortuoria que los estruja.
Aqui tambien estan, diseminados mis abuelos maternos,
mis tios y mis primos
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El cementerio es el peor lugar para un muerto.
Todos juntos, apelotonados,
como si la muerte fuese la unión forzada
de un campo de concentración
que pide a gritos liberación y espacios.
Por otro lado, coincidentia oppositorum,
todos, unidos, después de la vida,
conforman un sindicato que reivindica
prerrogativas y derechos no otorgados
Nadie más en el cementerio.
(El sepulturero y su ayudante
tal vez esten descansando
de tantos enterrados)
Los muertos y yo,
perfecta combinación
Una nímbica armonía
rige el misterio del momento
en sagrada e imperceltible voz.
Mi madre me cuenta cosas
-desde arriba--
que nunca me contó.
Me siento en el poyete de una fuente
y la escucho con deevoción
¿Es ella la que vive y yo
tan solo soy un vivo-muerto?
¿Soy yo el que esta el nicho
y ella la que gravita en el tiempo?
Decía Max Aub
que "el tiempo encierraa cada cúal en su nicho
antes de diñarla".
Encerrado en mi nicho
sigo oyendo a mi madre.
Los muertos son muy habladores.
Ansiosamente esperan
que lleguen los vivos
para comunicarse con ellos.
Salgo del cementerio lleno de rosarios.
Tomo la Friseta hacia la plaza del Marqués,
antigua plaza de la Iglesia,
y bajo hasta la plaza Escribano donde está el hotel.
Llevo los muertos conmigo y al volver
a meterme en el "Moguer 1936",
en aquel salón de cristaleras de colores
dónde se lee de marivilla libros y luces
que nos van alumbrando,
todos ellos resucitan reclamando JUSTICIA
a los que hoy mandan
y a fosas comunes, como perros, los echaron.
