EL DIOS DE LA CIA
QUE LE SALVO LA VIDA
AL DALAI LAMA
En marzo de 1959, Tenzin Giatso, el Dalai Lama, atravesaba la situación más compleja y difícil de resolver que había tenido que afrontar en sus complicados veintitrés años de vida. Nueve años antes, el ejército chino había avanzado hacia las llanuras y montañas del sudoeste de China con el objetivo de invadir su país, el Tíbet. El enfrentamiento era inevitable.
El hermano del Dalai Lama viajó al exterior para establecer relaciones con Estados Unidos, sabedor de su deseo de parar como fuera el avance comunista en el mundo. La CIA se prestó para ayudarles. Largas caravanas de mulas cargadas de armas estadounidenses entraron en el Tíbet, establecieron centros de entrenamiento para soldados tibetanos y agentes especiales de la CIA se infiltraron en el país.
El presidente Harry Truman intentó persuadir al Dalai Lama para que se fuera y evitar que los chinos le detuvieran o mataran para acabar con el símbolo del Tíbet independiente. Tenzin se negó.
En 1959 estalló la revuelta de los tibetanos. Los militares chinos tardaron poco en acercarse hasta el líder espiritual, al que cercaron en Norbulingka. Allí estaba en su palacio, protegido por 50.000 personas entre monjes y civiles que formaban una masa humana. El objetivo de los chinos era poner fin al conflicto haciendo prisionero al Dalai Lama.
Lo que no se esperaban era que una muchedumbre tan inmensa de fieles fuera capaz de dejarse matar antes de que su líder espiritual cayera en manos enemigas. Optaron por enviarle un mensaje directo, amenazando con bombardear el palacio y cometer una carnicería si no aceptaba entregarse.
Incluso le señalaron que, si de verdad amaba a su pueblo, debería rendirse para evitar el derramamiento de sangre. El pequeño Tenzin se hizo un lío. Si se entregaba, se desmoronaría la causa tibetana que había jurado defender, y si no lo hacía, morirían miles de sus súbditos por su causa.
El joven Tenzin tomó una decisión que puede parecer extraña, pero que era un hábito en su vida: buscó consejo en el oráculo de Nechung, el único asesor que nunca le había fallado.
Cuando Tenzin tenía dudas sobre lo que debía hacer, y era bastantes veces, le preguntaba al oráculo y este le guiaba por el buen camino. Esta vez hizo lo mismo y le interrogó sobre si debía quedarse o irse.
El monje que prestaba voz al oráculo, Lobsang Jigme, entró en trance y gritó: «¡Vete, vete!». En esa situación, escribió en una hoja los más nimios detalles de cómo debía escapar del cerco chino. El Dalai Lama no dudó en ese momento que debía abandonar Norbulingka.
En esta ocasión los sucesos no ocurrieron de una forma tan mística como pensaba el Dalai Lama y como durante años creyeron sus más fieles seguidores.
El oráculo no estaba inspirado por ningún espíritu del cielo, sino por otro bastante terrenal: la CIA, que deseaba evitar como fuera que Tenzin cayera en manos del ejército chino.
El agente operativo del servicio secreto estadounidense sabía que si se presentaba como tal ante un joven desconfiado, jamás habría aceptado seguirle. Ahora bien, si se lo explicaba a los monjes más viejos y sabios, sin duda se dejarían ayudar.
El 17 de marzo de 1959, a las diez de la noche, después de rezar sus oraciones, el Dalai Lama se quitó la túnica azafranada, se colocó unos pantalones y un abrigo negro y con el mayor sigilo abandonó la ciudad andando hasta un río cercano, donde le esperaba un grupo de guerrilleros entre los que estaba un discreto joven agente de la CIA.
En la mañana del 18 de marzo, el agente de la CIA envió un mensaje cifrado a Japón, desde donde fue rebotado a la sede central de la inteligencia estadounidense: «La operación huida está en marcha».
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2:20 de la mañanaLa flauta tibetana