Varios países occidentales estiman que están enfrentando una nueva ola epidémica de Covid-19. La ciudadanía, que ya ha sufrido mucho –no tanto por la enfermedad como por las medidas adoptadas para protegerla del virus– acepta difícilmente la imposición de nuevas medidas de orden público bajo un argumento sanitario.
Momento apropiado para que analicemos los comportamientos.
Los gobernantes saben que van tener que rendir cuentas de lo que han hecho y de lo que no. Ante la enfermedad y más aún debido a esa presión, se han visto obligados a actuar. ¿Cómo han concebido su estrategia?
Para elaborarla se han apoyado en los consejos de especialistas (médicos, biólogos y expertos en estadísticas). Entre estos especialistas apareció de inmediato una división en función de sus disciplinas respectivas. Surgieron oposiciones entre los expertos de materias diferentes, de manera que los gobernantes siguieron trabajando sólo con algunos de ellos. Pero, ¿qué criterios aplicaron los gobernantes para determinar con cuáles expertos seguirían trabajando?
Muchos puntos de incertitud
En muchos países, la opinión pública está convencida de:
que el virus se transmite por microgotas de fluidos provenientes de la vías respiratorias;
que la contaminación puede evitarse mediante el uso de mascarillas quirúrgicas y manteniéndose a una distancia de al menos 1 metro de sus interlocutores;
que es posible diferenciar las personas sanas de las personas enfermas recurriendo a los tests PCR.
Pero resulta que los especialistas son mucho menos afirmativos. Algunos incluso afirman lo contrario:
que el virus se transmite principalmente no por las microgotas de fluidos de las vías respiratorias sino a través del aire que respiramos;
que, por consiguiente, las mascarillas quirúrgicas y el “distanciamiento social” no sirven de nada;
que los tests PCR realizados no miden los mismos parámetros en dependencia de los laboratorios, lo cual implica que las estadísticas basadas en esos resultados son como sumar manzanas y peras.
O sea, a pesar de los mensajes tranquilizadores de las autoridades, aún reina la mayor confusión sobre las características de esta epidemia.
¿Qué hacer?
Los gobernantes estaban ante un problema nuevo, sin disponer de ningún tipo de formación profesional que los hubiese preparado para enfrentarlo, así que recurrieron a especialistas.
Si bien los primeros especialistas les aportaron consejos claros, todo se hizo más complicado cuando otros especialistas comenzaron a contradecir a los primeros.
Los gobernantes eminentemente políticos sólo podían reaccionar en función de su experiencia como políticos. Con el tiempo y la edad han aprendido a proponer algo un poquito mejor que el adversario político –por ejemplo, un aumento de 0,6% del salario básico en vez del 0,5% que propone el adversario–, y a encontrar después alguna excusa para justificar el no cumplimiento de su promesa.
La epidemia los agarró desprevenidos y estos políticos se lanzaron a querer hacer más que sus vecinos –tratando de demostrar su propia superioridad. Lo que hicieron sobre todo fue esconder su propia incompetencia recurriendo a medidas autoritarias.
Los gobernantes tecnócratas sólo podían reaccionar siguiendo la experiencia de su rama burocrática ante catástrofes de gran envergadura. Pero es difícil adaptar a una crisis sanitaria la experiencia adquirida frente a inundaciones o terremotos.
Por reflejo, estos gobernantes se volvieron hacia las administraciones de salud pública que ya existían. Pero los responsables políticos ya habían inventado nuevas estructuras que acabaron haciendo lo mismo que las que ya existían porque nadie fue capaz de precisar las competencias o funciones de cada una. En vez de unirse en un esfuerzo común, cada cual trataba de preservar su propio “espacio”.
Si los gobernantes hubiesen sido electos teniendo en cuenta su grado de autoridad personal –o sea, tanto por su firmeza como por su grado demostrado de interés por el bien de los demás– habrían enfrentado el problema en función de su nivel cultural.
En ese sentido, los gobernantes sabían que los virus necesitan a las personas que infectan para vivir. Por muy mortal que pueda ser el Covid-19, durante las primeras semanas de su aparición no iba a acabar con la humanidad sino más bien iba a adaptarse a los seres humanos, su letalidad descendería rápidamente y ya nunca habría otro “pico epidémico”. La idea de una «segunda ola» les parecía altamente improbable. Nunca, desde que la ciencia comenzó a diferenciar los virus de las bacterias, nunca se ha observado una enfermedad viral en varias “olas”.
Lo que estamos viendo ahora –en Estados Unidos, por ejemplo– no son pequeñas olas adicionales sino la llegada del virus a nuevas poblaciones a las cuales no se había adaptado aún. La acumulación nacional de cantidades de enfermos esconde una repartición geográfica y por sectores sociales.
Por otro lado, al no saber cómo se transmite el virus, los gobernantes supondrían que lo hacía como todas las demás enfermedades respiratorias: no a través de microgotas de fluidos de las vías respiratorias sino por el aire que respiramos. Y también habrían sabido que en todas las epidemias virales la mayoría de los decesos no es imputable al virus mismo sino a las enfermedades oportunistas [1]. Por consiguiente, esos gobernantes no habrían recomendado desinfectarse las manos sino simplemente lavárselas con la mayor frecuencia posible. Y habrían velado por la instalación de puntos donde hacerlo.
Esas son, por cierto, las 2 medidas principales que la Organización Mundial de la Salud (OMS) aconsejó desde el principio de la epidemia… antes de que la histeria tomara el lugar de la reflexión. Nada de mascarillas quirúrgicas, desinfecciones o cuarentenas y menos aún decretar el confinamiento de personas sanas.
La ciencia no da respuestas definitivas,
sólo va eliminando preguntas
La manera como se puso en escena a los científicos es muestra de una evidente incomprensión de qué es la ciencia. La ciencia no es una acumulación de saberes sino un proceso de obtención del conocimiento. Acabamos de comprobar que el espíritu científico y la práctica actual son casi incompatibles.
Es absurdo exigir a científicos que sólo comienzan a estudiar un virus, su modo de propagación y los daños que puede causar, que pongan remedio a lo que todavía no conocen. Y es cuando menos pretencioso que ciertos científicos se atrevan a “responder” a tal pedido.
Un cambio en el seno de la sociedad
En el momento de la aparición de este virus, la adopción de ciertas medidas podía explicarse como resultado de errores de apreciación. Por ejemplo, el presidente francés Emmanuel Macron inició la práctica del confinamiento generalizado bajo la influencia de las estadísticas catastrofistas del británico Neil Ferguson, del Imperial College of London [2]. Ferguson auguraba al menos 500 000 muertos y hay 14 veces menos, según cifras oficiales de las que ya se sabe que están por encima de la realidad. Retrospectivamente, resulta que la grave transgresión de las libertades que fue el confinamiento generalizado no estuvo justificada por los hechos.
Sin embargo, la decisión de imponer un toque de queda, tomada meses después del confinamiento generalizado, es imposible de entender de parte de Estados democráticos: todos han podido comprobar que este virus ha resultado mucho menos letal de lo que se temía y que la etapa más peligrosa ha quedado atrás. Ningún dato actual justifica tal embestida contra las libertades.
El propio presidente Macron ha justificado el toque de queda en Francia hablando de una “segunda ola” que no existe. Si en este momento se basa en un argumento tan poco convincente… ¿cuándo levantará esa medida?
Los hechos demuestran que esta vez no se trata de un error de apreciación sino de una política autoritaria que se quiere justificar invocando una crisis humanitaria [3].