Ningun ser humano es capaz de recordar la hora de su na-cimiento. Pero ello no se debe a que la hubiera olvidado sino a que nunca la vivió de forma consciente. Éste nacimiento es un paso hacia una nueva conciencia. Y en este proceso, la antigua conciencia se sumergió en el subconsciente. Tambien la humanidad, como genero, tuvo su hora de nacimiento, en aquella época en que abandono su estado animal y se consume el proceso que dió lugar al ser humano. Aquel fue un paso decisivo hacia una nueva conciencia
En aquellos remotos tiempos tuvo lugar en el cerebro humano un extraordinario proceso: el conocimiento del pasado desapareció en el subconsciente al tiempo que aparecía la nueva conciencia. Así pues, éste proceso es la causa, única y exclusiva, de que el género humano, a pesar de su inteligencia extremadamente elevada, no recuerde su orígen ni su existencia anterior.
Sólo a partir de entonces el hombre se ve atormentado por preguntas como: ¿De dónde venimos? ¿Qué somos? ¿Por qué existimos? ¿Adónde vamos?
Nadie pudo darle una respuesta, pues los testigos de su nacimiento —animales y plantas— eran mudos. Su medio ambiente callaba. Incitado por la curiosidad, comenzó con in-seguridad a encontrar por sí mismo unas respuestas a sus preguntas.
Comprobó que era superior a sus hermanos, los animales, y que los aventajaba en inteligencia y astucia. Percibió que era capaz de transformer la materia de acuerdo a su imaginación y metas. Recorrió el globo terraqueo sin encontrar fín alguno. Alzó su vista hacia el sol, hacia la luna y las estrellas y, por lo visto, todos ellos giraban alrededor de el.
Estas comprobaciones le condujeron a una hipótesis
egocéntrica acerca de sí mismo y del mundo, hipótesis plagada de autoelogios.
Solo Dios estaba por encima de el.
Para el ser humano, el mundo estaba constituído
exclusivamente por la Tierra, lugar plano y firmemente cimentado. El, como ser humano, vivía en ésta Tierra y era la coronación de toda la creación. Dios lo había creado con sus propias manos, era su criatura predilécta e, incluso, su representante en la Tierra. Sólo gracias al ser humano, la creación del mundo adquiría sentido plena. Dios incluso lo había creado a imagen suya. De ésta forma, si el hombre quería saber que aspecto tenía Dios, bastaba con que se mirase en un espejo.
Su misión era divina. Solo el estaba provisto de alma, de la que no disponía ningun otro ser viviente. El era el único elegido para conocer, acatar y loar a Dios. El ser humano había sido elegido para gobernar la Tierra y para conservar en ella la justicia y armonía divinas, para darles validez. Su misión era la de mejorar todas las obras de Dios en la Tierra, e, incluso, concluír la obra incompleta de Dios mediante su propio progreso. Porque Dios le había concedido para esta misión un alto grado de inteligencia.
Fortalecido y alentado por su propia tesis, el hombre se colocó a la cabeza de su imaginaria pirámide, y desde allí canto sus propias alabanzas.
Con tales autoengaños, el hombre se dispuso a iniciar su misión divina. Quiso administrar al mundo, pero muy pronto se dió cuenta de que no era capaz de administrarse a sí mismo.
Esta circunstancia no dejo en paz a su consciencia.
Comprendió que se estaba engañando con su propia tesis, puesto que ésta era demasiado hermosa y la realidad, sin embargo, muy distinta.
El ser humano vió que los animales y las plantas vivían armoniosamente en el marco de un orden divino, cosa que el no lograba hacer. Y también sintió que le faltaba algo que pre-cisaba para su felicidad terrenal: la seguridad y la satisfactión de sí mismo, la armonía y la paz con sus congéneres y con su ambiente. Busco desesperadamente el sentido de su existencia, sin encontrarlo. Sin embargo, no confesó nunca abiertamente ésta circunstancia, puesto que tal confesión le habria marcado como ser imperfecto. Con crecientes dudas en su corazón, se mantuvo firme en la cúspide de su sonada pirámide.
Hará ahora unos dos mil años que la paz espiritual del hombre quedó profundamente trastornada: un ciudadano griego llegó a afirmar por entonces que la Tierra no era un disco, sino una bola. Con ello quedo destruída de golpe su imaginaria posición central en el planeta, dado que en un globo no hay centro. Se vió obligado a bajar vacilante un peldaño de la pirámide. Pero se consoló con lo mucho que todavía quedaba en píe de su mundo imaginariO.
A pesar de todo ello, la Tierra siguió siendo para él todo el mundo. En torno a la Tierra giraban el sol, la luna y las estrellas. Y el hombre siguió siendo la criatura predilecta de Dios, que éste había formado con sus propias manos con el fín de recrearse con él. Todavía siguió siendo el ser mas inteligente de la Tierra, y el único que había recibido un alma de manos de Dios.
Hará ahora unos cuatrocientos años, el hombre sufrió otro
terrible golpe. En efecto, en aquella epoca bubo quien afirmó que el sol no giraba en torno a la Tierra, sino que era ésta la que se trasladaba alrededor del sol, mil veces mayor que el globo terraqueo. También tuvo que descubrir que en torno al sol giraban muchos otros planetas, algunos incluso mayores que la misma Tierra.
Esta fue una amarga noticia, con la que el destacado papel del hombre en el universe perdió de nuevo algo de su brillo. Sólo a regañadientes, el hombre se dispuso a bajar un peldaño mas y se consoló de nuevo con lo que quedaba de su altivo concepto de sí mismo y de su mundo.
Después de aquello, todavía continuó siendo el señor del planeta que Dios había escogido para él, y todavía seguia siendo la coronación de toda la creación, elegido para dominar el mundo. Porque, claro está, sólo existia un sol con un sólo planeta habitado, que era precisamente la Tierra. Éste era el universo y no había nada mas. Y, según la voluntad de Dios, el ser humano era el más inteligente en éste mundo.
Transcurrieron tan sólo unas pocas decadas, cuando ya aparecieron nuevas malas noticias. Un monje cristiano se atrevio a afirmar que existían millones de soles, mucho mayores que el conocido, y que en torno a ellos giraban millares de planetas, muchos de los cuales eran miles de veces mayores que la Tierra.
Tales declaraciones fueron demasiado para el hombre, que se sintió profundamente ofendido y se persuadió de que con ello también había sido ofendido Dios. Debido a ello, un santo tribunal, reunido «bajo el patronato directo de Dies, condenó a muerte al sabio y lo quemo vivo. Con ello quedaba restablecido el buen nombre de Dios.
Pero apenas bubo desaparecido el humo de la pira, el género humano, vencido y humillado, tuvo que descender otro peldaño más. En efecto, las pruebas de la veracidad de los hechos proclamados por el científico condenado a muerte y ejecutado eran cada vez nás patentes. Existían, por lo tanto, millones de soles y miles de millones de planetas.