Lunes lunero,
día de sol tibio de rutinas
y comienzos.
Un aire de alfas amarradas
se alza de cada bloque de pisos
que en el campo
de concentración urbano
delimita y nutre
los campos de batallas.
Tocan al timbre de la jaula.
Es el vecino de piso
(vivimos pisándonos
los unos a los otros
en vertical y rellanos
dónde la vida transcurre
como si nada
estuviera pasando)
que llega a decirme
que había perdido su móvil
y que llevaba ya media hora
buscándolo en su piso
y que no lo encontraba,
y me pidió que si podía llamar
a su número para ver si lo hallaba.
--Cómo no--,
dije con voz de vecino solidario
con el talante de ayudar
a tan justa causa.
Pasamos a su piso.
Me dió su número
y llamé pulsando los números
en mi móvil de ocho euros
que conservo como hijo sin patria.
Rin, rin que te rin!
Suena en el piso del vecino
que en silencio contempla
la escena estampada.
Mi vecino se dirige a un cuarto
de dónde el sonido emanaba
y saca de un abrigo sobre el sofa
el cacharro que lo llamaba.
--Gracias--,
dice con fonética de agradecido
por haber encontrado
lo que buscaba.
--Es que hoy en día
ya no podemos funcionar
sin éstos cacharros,
y es cuándo se nos pierden
cuándo nos damos cuenta
de todo lo que nos hacen falta--,
dice con voz neutra
de necesidades justificadas.
Y es entónces cuándo entramos nosotros
aprovechando la oportunidad
que se nos presentaba:
--Que pena que las cosas importantes
no tengan también un número
para cuándo se nos pierden
poder encontrarlas...--
Mi vecino me mira con expresión
de murciélago sin alas
y me dice desde su árbol
colgado boca abajo
de sus rutinas cotidianas:
--¿Qué quires decir?--
Su interrrogante suena
como alguíen que es hablado
desde otro árbol diferente
dónde su especie está colgada.
y que a ésta clase de comentarios
no está acostumbrada.
--Hombre, lo que quiero decir--,
le digo subiéndo mis persianas,
--es que se nos pierden por la vida
muchas cosas esenciales
que no sabemos dónde las hemos dejado
y que, por carecer de un número,
como en el caso de tú móvil,
no podemos llamarlas
para que nos contesten
y asi poder encontrarlas--
Una lucecita de entendimiento
aparece en los ojos de mi vecino
ya de murciélago con alas.
Y se me queda mirando, sonriéndo,
como eludido por cierta gracia
de mi heteróclita idea
de ponerle números
a las primordiales cosas
que por la existencia
vamos dejando
sin recordar sus coordenadas.
Pero no contesta.
No se atreve a volar del árbol
dónde nunca se asume que la vida
es siempre una paróbola.
Noto su duda y traduzco la metafóra:
--Si, mira, por ejemplo,
yo, muchas veces, pierdo la esperanza,
no sé dónde he puesto el "móvil de la esperanza",
y empiezo a buscarla por toda la casa,
y nada, que no la encuentro;
y pienso que si supiese su número
podría pedir que alguíen
por el móvil la llamara
y por el rin rin que emita,
poder hallarla---
Mi vecino, ya convertido en mamifero
terráqueo que bajó del árbol
a tener los pies en el suelo
de la realidad que nos manda,
mirándome fijamente,
me dijo como si acertara
a abrir la puerta sellada:
--Si, es verdad, pero ¿qué pasaría
si ese 'móvil de la esperanza'
que habías perdido
lo dejastes cerrado
y, cuándo es llamado,
no pudiese contestar
a la llamada? Por eso
hay que dejarlo siempre abierto,
vecino, siempre en ON--
Me fuí pensando en el ON
Sum ergo cogito.
Soy, luego pienso.
No.
Sólo cuándo hable mediante
el 'móvil de la esperanza',
naturalmente, lo tendré en ON,
pero cuándo no lo use lo cerraré,
porque sé que si lo pierdo,
si no recuerdo dónde lo dejé,
ha tenido que ser
por una poderosa razón,
y ya no me interesa volverlo a tener.