Saturday, March 15, 2014
EN EL RECUERDO DE MI MADRE
Todos somos hijos.
Es un status que no perdemos nunca.
Nacemos hijos, morimos hijos.
Salimos al mundo por una puerta,
nuestra madre vida,
y nos vamos del mundo por otra puerta,
nuestra madre muerte.
Dos madres en una.
Todos tenemos dos madres:
aurora y ocaso.
Mi madre se llamaba Aurora.
Aurora de azules y blancos,
de azabaches y lutos,
de añiles,
de jazmines,
de macetas,
de umbrías,
de difuntos,
de suspiros.
Paso por la vida
como en un deber difundido
dónde no se obtenían premios,
ni reconocimientos,
ni honores,
ni estudios.
Un mundo
de rayas verticales
y sacrificios
dónde la cal de las paredes
nevaba templos
del Santo Oficio.
Eran otros tiempos,
otros orificios
donde la fé y la religión
condenaban y sublimaban
cualquier instinto,
cualquier peso,
cualquier sigilo.
Un día llamó el amor a su puerta
con aldabonazos y repiques
que la praxis de la vida
llamó a cumplirlos.
Y el pueblo blanco,
cerca del mar,
la despidió cómo el que se separa
de alguíen al que se está unido,
porque la vida tira,
transforma,
y levanta puentes
en paísajes y ríos
que hay que cruzarlos,
que hay que seguirlos.
Y después los hijos,
la felicidad de ver salir del cuerpo
lo que has concebido,
y amamantarlo, criarlo,
y esparcir en ello simientes
que poco a poco crecen
con la velocidad vertiginosa
del misterio del tiempo
que se nutre de sus hijos.
Epoca cruenta,
de guerra,
de crimenes,
de terrorismo,
todo llevado
con pulcro estoicismo,
con anónimo trabajo,
esa estética del silencio del pueblo
que produce la heroícidad
de plantar en el desierto olivos.
Todos los oficios,
todos los menesteres cumplidos,
todo lo que quedaba a su alcance
era elaborado, conseguido:
el sueldo mensual
llegaba al día veinte,
Señor,
y había que hacer un milagro,
un hechizo,
como el de Cristo:
mutiplicar el pan y los peces
para repartirlos.
Milagro, prodigio continuo
en incógnito escondidos,
como si se levantaran pilares
en un mundo ajeno
que no repara en sus edificios.
Y poco a poco se van doblando las esperanzas
como cuchillos viejos que ya no cortan
lo que les marcó el destino.
Y poco a poco,
cuándo se van los hijos
y todo vuelve a ser vacío,
y dónde estuvo el romero,
el geranio,
el clavel,
la albahaca,
la canción,
el jardín prendido,
aparece un zocalo mal pintado,
descolorido,
que se clava en el alma
en el regreso
al no encontrar lo perdido.
Entónces, una mujer, una madre,
--que es más que un ser humano--
acude a su cenobio interior
a encontrarle salida a su laberinto.
Pero ella no encontró Ariadna,
ni su hilo,
ni la salida que los cielos
le habían prometido.
Y se hizo de noche.
Tarde ya para volver a repetirlo.
Y es entonces,
cuándo el templo ha desaparecido,
cuándo las entibaciones
ya no no soportan el peso
que le hemos subido.
Y cruje la existencia.
Crujen los pozos mineros
por los que un día bajamos
a las piedras preciosas
que la vida nos había ofrecido.
Y en la oscuridad de la galería
ya no vemos cúal es el camino.
Se fue como un suspiro
en sí mismo herido.
Yo la quise tanto...
que ahora creo que está aquí,
a mi lado,
regañandome por perder el tiempo
en todas éstas tonterías que digo...
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