El sol inunda catedrales.
Un rosario de auroras
es secuestrado a cada instante.
Y nadie parece inmutarse.
Lo que se impide es inviolable.
La Luz, ajena, inunda lo inolvidable.
Es una hora cero cualquiera,
dispersa, inubicable,
cuando Sísifo baja de la cima,
sin sentencia, sin carga,
a recoger de nuevo su equipaje.
Es ese momento de desapegos
cuando, en nuestras naves,
subimos a galaxias distantes,
y Cronos,
sin comerse a sus hijos,
nos deja seguir el viaje.
Son las cuatro de la tarde,
y el Sol, en balet blanco,
mueve las ramas de los árboles,
y en la laguna del ahora,
el Epojé nos mece sin cansarse,
y el Vacío se hace Forma,
y la Forma se Deshace,
y se difumina lo que parecía
sólido e inacabable;
es flotar sin ahogarse.
(¿Como es posible
que en lugar de la montaña
haya aparecido un valle?)
Entónces --solo entónces--,
safado el puente
que nos une a un mundo descalabrante,
sin los zumbidos humanos
que perforan en tempestades,
sin la noria de declamar un papel
ajeno al actor que finge sin darse,
percibimos el 'theatrum mundi'
como un Gran Desastre,
el mismo que, ahora,
borra estas cuatro de la tarde...