El final de la guerra.
La última puñalada a la República
Paul Preston
Esta es la historia de una tragedia humanitaria evitable que costó muchos miles de vidas y arruinó decenas de miles más. Tiene numerosos protagonistas, pero se centra en tres individuos. El primero, el doctor Juan Negrín, víctima de lo que se podría llamar una conjura de necios, trató de impedirla. Los otros dos fueron responsables de lo acontecido. Uno, Julián Besteiro, actuó con ingenuidad culposa. El otro, Segismundo Casado, con una sorprendente combinación de cinismo, arrogancia y egoísmo.
El 5 de marzo de 1939, el coronel Casado, un eterno insatisfecho que desde mayo de 1938 era comandante del Ejército Republicano del Centro, lanzó un golpe militar contra el Gobierno de Juan Negrín. Irónicamente, así provocó que el final de la Guerra Civil española fuese casi idéntico al comienzo.
Como habían hecho Mola, Franco y los demás conspiradores de 1936, Casado dirigió a una parte del ejército republicano en una revuelta contra su Gobierno. Aseguraba, como habían hecho los anteriores, y también sin fundamento alguno, que el Gobierno de Negrín era una marioneta del Partido Comunista y que se avecinaba un golpe de Estado inminente para instaurar una dictadura comunista.
Esa misma acusación fue vertida por anarquistas como José García Pradas, quien dijo que Negrín estaba encabezando personalmente un golpe comunista.1 Nada apunta a que fuera así; merece la pena recordar la valoración que hizo de Negrín el gran corresponsal de guerra estadounidense Herbert Matthews, que lo conocía bien:
Negrín no era comunista ni revolucionario... No creo que Negrín se planteara la idea de una revolución social antes de la Guerra Civil... Durante toda su vida, Negrín mostró cierta indiferencia y ceguera hacia los problemas sociales. Paradójicamente, eso lo alineó con los comunistas en la Guerra Civil. Era igual de ciego en un sentido ideológico. Fue un socialista de preguerra solo de nombre. Rusia fue la única nación que ayudó a la España republicana; los comunistas españoles figuraban entre los mejores y más disciplinados soldados; las Brigadas Internacionales, con su cúpula comunista, eran inestimables. Por tanto, el presidente Negrín trabajó con los rusos, pero nunca sucumbió a ellos ni aceptó sus órdenes.2
El doctor Marcelino Pascua, un amigo suyo de toda la vida, expresaba una opinión parecida:
¿Negrín era comunista? ¡Qué gran disparate! Ni a mil leguas. Tenía congenitalmente un fuerte individualismo, en nada propicio a seguir un régimen de disciplina mutua ni una conducta de cooperación colectiva ni a soportar constreñido reglamentaciones y normas dictadas por un partido, ni para atenerse a ciertos comportamientos personales que, como es bien sabido, los instrumentos de ideologías marxistas imponen a sus adherentes. En su «hero worship», el máximo admirado como político era Clemenceau (y no su contemporáneo Lenin) no obstante serle conocida la política represiva y reaccionaria que este tuvo en el poder para con el campo sindical y la persistente enemiga y hasta aversión respecto a los socialistas franceses. Yo interpreté siempre esta veneración suya al «Tigre» como seducido en el fondo por su energía personal y por la eficacia que desplegara como jefe del Gobierno durante la Primera Guerra Mundial. Lo cual aminora la aparente contradicción primordialmente por esa razón de entereza y resolución apuntadas, con la gestión política que Negrín tuvo, o mejor dicho quiso tener, en pragmatismo imperativo que pudiéramos llamar de imbuición clemencista para ganar la guerra cuando ejerció la presidencia del Consejo, catalogado como «socialista».
Según Pascua, Negrín adoptó como eslogan particular el comentario de Clemenceau, según el cual: «Dans la guerre comme dans la paix le dernier mot est à ceux qui ne se rendent jamais».3
Casado afirmaba que había lanzado el golpe porque estaba convencido de que podría frenar la que era una matanza cada vez más insensata y de que sería capaz de obtener la clemencia de Franco para todos, a excepción de los comunistas.
Aunque realmente fuera esa su altruista motivación, y existen abundantes pruebas que apuntan a lo contrario, lo hizo de la peor manera imaginable. En sus tratos con Franco se comportó como si no tuviera nada con que negociar. Pareció olvidar el hecho de que Franco estaba obsesionado con Madrid, el símbolo mismo de la resistencia, donde había fracasado en 1936, y al año siguiente en el Jarama y Brunete.
A diferencia de Negrín, que podía amenazar con una resistencia continuada cuando Franco recibía las presiones de sus aliados alemanes e italianos para que pusiera fin a la guerra a la mayor brevedad, Casado adoptó la postura de que el conflicto ya estaba perdido.
Por tanto, su única esperanza era la idea ingenua y bastante arrogante de que Franco se dejaría convencer por una vaga retórica de patriotismo compartido y espíritu fraternal de la gran familia militar, como si en cierto sentido ambos fuesen iguales.4
A consecuencia de ello, sus acciones provocaron miles de muertes.
Sin duda, la derrota de la República española ya estaba en el horizonte. No obstante, todavía era factible que el desenlace de la guerra permitiera la evacuación de los políticos y soldados que corrían mayor riesgo y que ofreciese garantías a la población civil que quedaba atrás.
Tal como había comentado Negrín a Juan-Simeón Vidarte, del Comité Ejecutivo del Partido Socialista: «La paz negociada siempre; la rendición sin condiciones para que fusilen a medio millón de españoles, eso nunca».5
Ernest Hemingway resumía la postura de Negrín de este modo:
En una guerra nunca puedes reconocer, ni siquiera a ti mismo, que todo está perdido. Porque, cuando reconoces que está perdido, te machacan. Aquel que está siendo machacado y se niega a reconocerlo y sigue luchando por más tiempo, gana todas las batallas definitivas; a menos, por supuesto, que lo maten, se muera de hambre o se vea privado de armas o traicionado. Todas estas cosas le ocurrieron al pueblo español. Muchos murieron, sucumbieron al hambre o fueron privados de armas o traicionados.6
Puesto que la República española estaba agotada e internacionalmente aislada, la funesta iniciativa de Casado no hizo sino precipitar su derrota en las peores condiciones imaginables. Su revuelta contra el Gobierno desencadenó una mini guerra civil en el Madrid republicano, que costó la vida de dos mil personas, en su mayoría comunistas, y desbarató los planes de evacuación de centenares de miles de republicanos.7
Se ha afirmado que lo ocurrido fue consecuencia del «hecho» de que Casado era un agente británico. Es poco probable que fuera «agente», ni siquiera que estuviera a sueldo, pero desde luego mantenía contacto con enviados británicos: el representante diplomático Ralph Skrine Stevenson y Denis Cowan, de la Comisión Chetwode, que estaba intentando organizar intercambios de prisioneros. Puesto que el Gobierno británico daba por sentado desde hacía mucho que la República sería derrotada y quería quitarse de encima lo que juzgaba un problema innecesario, no cabe duda de que Stevenson y Chetwode como mínimo animaron a Casado en sus esfuerzos por poner fin a la guerra.
El ex comunista Francisco-Félix Montiel afirmaba que «detrás de Casado estaba Londres».8 A finales de febrero de 1939, Casado se reunió con altos mandos comunistas en su cuartel general, conocido en clave como «Posición Jaca». Totalmente fuera de contexto, les aseguró que «no eran ciertos los rumores de que fuera agente del Intelligence Service y que no era responsable de las atenciones y visitas que le hacían miembros de la embajada inglesa».9
La camarilla de Negrín creía que los británicos habían participado en el golpe. Todavía en 1962, el periodista estadounidense Jay Allen escribió a su colega Louis Fischer, ambos amigos de Negrín: «Aparte de Rafael Méndez, cuya dirección no tengo, ¿quién podría informarme sobre el papel del agente del servicio secreto británico que ayudó a llevar a cabo el golpe de Casado?».10
Casado nació el 10 de octubre de 1893 en Nava de la Asunción, en la provincia de Segovia. Fue criado en la estricta disciplina impuesta por su padre, un capitán de infantería, y a los quince años ya era cadete. En 1920 ascendió a teniente e hizo carrera en los despachos, aunque de forma muy competente.
Aparte de un período corto y relativamente tranquilo de ocho meses en Marruecos, carecía de experiencia en el campo de batalla. No tenía vínculos políticos, si bien en enero de 1935 fue nombrado jefe de la guardia presidencial de Alcalá Zamora, a quien admiraba. Cuando Alcalá fue reemplazado por Manuel Azaña en mayo de 1936, Casado, que había alcanzado el rango de comandante, consideró que el cargo resultaba mucho menos grato.
En agosto de 1936 dimitió de la guardia presidencial aduciendo que trabajar con Azaña era «una horrible tortura». Tras su ascenso a teniente coronel pasó a ser jefe de operaciones del Estado Mayor cuando Largo Caballero se convirtió en presidente y ministro de Defensa. Casado aspiraba a ser jefe del Estado Mayor, pero cuando se le dio ese cargo a Vicente Rojo, fue nombrado inspector general de Caballería. Nunca lo perdonó, y mantuvo un profundo resentimiento hacia Rojo y los comunistas.
Sus experiencias en combate —en Brunete en julio de 1937 y en Zaragoza en octubre del mismo año— no salieron bien. No obstante, en 1938, ya ascendido a coronel, consiguió dos puestos importantes como jefe del Ejército de Andalucía y, poco después, del Ejército del Centro.11
Al parecer, el 25 de julio de 1938 mantuvo un encuentro sumamente cordial con la cúpula del PCE en Madrid. Uno de los temas de conversación fue cómo podía organizarse una evacuación escalonada en caso de derrota republicana. Francisco-Félix Montiel aseguraría más tarde que el objetivo del PCE en aquel encuentro era cerciorarse de que pusiera fin a la guerra un traidor incompetente y eximir así al partido de cualquier responsabilidad.
En realidad, es mucho más plausible que el propósito de la reunión fuese procurarse la lealtad de Casado y el Ejército del Centro justo cuando las tropas republicanas cruzaban el Ebro. Pero si los comunistas dudaban de la lealtad de Casado, Rojo dudaba de su competencia.12
Casado era un oficial irascible, célebre por su rectitud y austeridad. De hecho, su mal carácter y su ascético estilo de vida hallaban cierta explicación en las dolorosas úlceras de estómago que padecía. Cuando el vicepresidente del sindicato socialista Unión General de Trabajadores, Edmundo Domínguez Aragonés, fue nombrado comisario inspector del Ejército del Centro a finales de diciembre de 1938, fue a presentarse a Casado y lo encontró postrado en la cama. Las injustificadas y gratuitas aseveraciones sobre su lealtad hicieron saltar las alarmas:
Yo soy un militar que solo tiene el deber de respetar al Gobierno y obedecerle. Ya ves, tan pegado estoy a este deber, que otro en mi caso, con una úlcera que le atraviesa las entrañas, tendría pretexto para abandonarlo todo y procurar por su salud. Yo no. Este Madrid me ha sido confiado, y le defenderé o moriré defendiéndole. Si me marchara, se diría que soy un cobarde.
A Domínguez le sorprendió que, «muy pagado de sí mismo», Casado afirmara con vehemencia que su máxima preocupación era aliviar el sufrimiento de las mujeres y los niños de la capital. Lejos de quedar convencido, Domínguez empezó a sospechar que Casado estaba siendo poco sincero e intentaba ocultar algo.13
Fernando Rodríguez Miaja, sobrino y secretario privado del general Miaja, tenía dudas similares sobre Casado:
Casado, inteligente y muy buen técnico militar, era hombre ambicioso, ególatra y teatral, de carácter agrio y amargado... Poseía un desmesurado afán de protagonismo y gran proclividad a ser personaje central en cualquier escenario. Vivió y actuó siempre en primera persona singular. Estas características de su personalidad tuvieron mucho que ver con el desenlace de la guerra de España.14
Es cierto que su comportamiento en los últimos meses de la Guerra Civil española denotaba una arrogancia ventajista alimentada por la ambición de pasar a la historia como el hombre que acabó con el conflicto. Ello se evidenciaba claramente en la dedicatoria (a M.O.) de las memorias escritas poco después de su llegada a Londres. «Salí de mi patria porque cometí el grave delito de terminar una lucha fratricida, ahorrando a mi pueblo mucha sangre, que hubiera sido estérilmente derramada.»
Asimismo, comentaba la trascendencia histórica de sus acciones.15 Cuando todavía residía en España, había dicho a Diego Medina, su médico personal y miembro de la Quinta Columna, que su intención era asombrar al mundo.16 A juicio de Vicente Rojo, Casado era un megalómano inane y siniestro.
«Casado es un hombre de frases. Casado no sirve ni ha servido nunca al pueblo. Es el militar más político y más avieso y medroso de cuantos profesionales servían a la República.»17
Todavía era más cáustica la opinión de Dolores Ibárruri: «Es difícil imaginarse una alimaña más cobarde y escurridiza que el coronel Segismundo Casado».18
La animosidad de la Pasionaria es comprensible, habida cuenta de que los comunistas estuvieron entre las víctimas más inmediatas del golpe de Casado. Tampoco es muy favorable el punto de vista de su colaborador, el general José Miaja, que se refería a él en privado como «cuatrocaras» porque decir que tenía «doble cara» le parecía escaso y poco ajustado a la realidad.19
Más llamativo resulta el desdén del falangista Antonio Bouthelier España, uno de los contactos de Casado con la Quinta Columna franquista. Bouthelier equiparaba a Casado con los «militares que no sintieron el gusto de su profesión, que desconocían el significado de la palabra “servicio”, inquietos y ambiciosos, envidiando a los políticos de chistera y levita, autores de discursos y solemne... Casado era de estos... Eterno descontento... solo con miras puramente personales».20
En realidad, la derrota final de la República siempre había parecido inevitable. El alzamiento militar se produjo la noche del 17 de julio de 1936 en la colonia española de Marruecos y a la mañana siguiente en la Península. Los conspiradores estaban convencidos de que todo habría terminado en unos días.
El golpe fue un éxito en las zonas católicas de minifundios que votaron a la derecha: las capitales de provincia del León rural y Castilla la Vieja y ciudades con mercado y catedral como Ávila, Burgos, Salamanca y Valladolid. Sin embargo, en los bastiones izquierdistas de la España industrial y los latifundios del sur profundo, el levantamiento fue contenido gracias a las acciones espontáneas de las organizaciones de clase trabajadora.
No obstante, en ciudades importantes del sur como Cádiz, Córdoba, Granada y Sevilla, la resistencia de la izquierda pronto sería salvajemente aplastada.
En cuestión de días, el país quedó dividido en dos zonas de guerra. Los rebeldes controlaban un tercio de España en un bloque septentrional que incluía Galicia, León, Castilla la Vieja, Aragón y parte de Extremadura, además de un triángulo andaluz que iba desde Huelva hasta Sevilla y Córdoba. Dominaban las grandes zonas de cultivo de trigo, pero los principales centros industriales —y de consumo de alimentos— seguían en manos republicanas.
Tras varios esfuerzos estériles por llegar a un acuerdo con los rebeldes, se formó un Gabinete de republicanos moderados con el profesor de química José Giral a la cabeza. Había razones para suponer que la República podría aplastar el levantamiento. El Gabinete republicano moderado de Giral controlaba las reservas nacionales de oro y divisas y prácticamente toda la capacidad industrial de España. Sin embargo, carecía de una maquinaria burocrática fiel y eficaz, sobre todo en los ámbitos del orden público y la economía.
Los militares rebeldes gozaban de tres importantes ventajas que a la postre decidirían el conflicto: el Ejército de África, la ayuda masiva de las potencias fascistas y el apoyo tácito de las democracias occidentales. Los acorazados republicanos solo pudieron impedir durante tres semanas el transporte entre Marruecos y España de la mejor baza de los rebeldes: el feroz ejército colonial capitaneado por Franco.
Por añadidura, el hecho de que el poder en las calles de las grandes ciudades españolas estuviese en manos de los sindicatos y sus organizaciones obstaculizó los esfuerzos del Gobierno de Giral por recabar ayudas de las democracias occidentales.
Inhibido por las divisiones políticas internas y, al igual que los británicos, temeroso de una posible revolución y de provocar una guerra general, el primer ministro francés Léon Blum se retractó rápidamente de sus promesas iniciales de ayuda.
Por el contrario, en el norte de África, Franco pudo convencer a los representantes locales de la Alemania nazi y la Italia fascista de que él era el hombre a quien debían respaldar. A finales de julio, varios aviones de transporte Junkers 52 y Savoia-Marchetti 81 iniciaron el traslado de la Legión Extranjera, cuyos integrantes estaban sedientos de sangre, y los denominados regulares indígenas a Sevilla cruzando el estrecho de Gibraltar. Llegaron 15.000 hombres en diez días y un golpe de Estado fallido se convirtió en una guerra larga y sangrienta. Ese apoyo crucial recibido en los primeros días vino seguido de un flujo constante de recursos de alta tecnología.
En contraste con el equipamiento de vanguardia llegado de Alemania e Italia, que incluía técnicos y recambios y los manuales de uso correctos, la República, rehuida por las democracias, tuvo que arreglárselas con material caro y obsoleto suministrado por traficantes de armas privados.
Al poco, los rebeldes emprendieron dos campañas que mejoraron enormemente su situación. Mola atacó la provincia vasca de Guipúzcoa y la dejó incomunicada de Francia. Por su parte, el Ejército de África franquista avanzó rápidamente hacia el norte, rumbo a Madrid, y dejó un horrible rastro de muerte a su paso, incluida la masacre de Badajoz, en la que 2.000 prisioneros fueron ejecutados. El 10 de agosto habían unido las dos mitades de la España rebelde.
Los sublevados consolidaron notablemente su posición en agosto y septiembre, cuando el general José Enrique Varela conectó Sevilla, Córdoba, Granada y Cádiz. En el caso de los republicanos, no se produjeron avances espectaculares, tan solo retiradas y dos operaciones frustrantes: el asedio de la guarnición rebelde del Alcázar de Toledo y el fútil intento de las columnas anarquistas de Barcelona por reconquistar Zaragoza, que había caído rápidamente en manos rebeldes.
La República española no solo se enfrentaba a Franco y a sus ejércitos, sino, cada vez más, al poder military y económico de Hitler y Mussolini.
(Ni que decir tiene que, en su consolidación, no fue una guerra civil sino una guerra internacional de la Plutocracia contra la Democratica Republica española. En ella participó, fundamentalmente, la plutocracia de los USA surtiendo de petroleo --a credito--, transporte --camiones-- y bombas, a la maquinaria de guerra fascista. Sin estas ayudas del capitalismo internacional a los bandidos fascistas amotinados, la Republica hubiese aplastado el motin en solo semanas)
Despreciado por Francia y Gran Bretaña, Giral, el presidente del Gobierno republicano, recurrió a Moscú. La reacción inicial de la Unión Soviética fue de profundo bochorno. El Kremlin no quería que lo que estaba aconteciendo en España menoscabara sus planes tan delicadamente preparados de alianza con Francia. Sin embargo, a mediados de agosto, la ayuda de Hitler y Mussolini a los rebeldes entrañaba el riesgo de un desastre aún mayor si caía la República española. Ello alteraría gravemente el equilibrio de poderes europeo y dejaría a Francia con tres naciones fascistas hostiles en sus fronteras. A la postre, la reacia decisión que tomó Stalin de prestar ayuda a España se basó en una razón de Estado.
La distancia y el caos organizativo supusieron que el transporte de material a España no se produjera hasta mediados de septiembre. El primer envío de vetustos rifles y ametralladoras llegó el 4 de octubre. Hasta finales de septiembre, una vez que la República aceptó enviar sus reservas de oro a Rusia, no se adoptó la medida de mandar aviones y tanques modernos, que hubo que pagar a precios inflados.
Mientras tanto, el Gabinete del profesor Giral, compuesto enteramente de republicanos, había dado paso a un Gobierno más representativo que incluía republicanos, socialistas y comunistas bajo el liderazgo del veterano sindicalista Francisco Largo Caballero.
Aunque era popular entre los trabajadores, Largo Caballero carecía de la energía, la determinación y la visión necesarias para llevar un esfuerzo bélico a buen término. No comprendía que una campaña efectiva exigía un aparato estatal centralizado.21
Mientras la República fracasaba en su búsqueda de ayuda internacional y sus desorganizadas milicias retrocedían hasta la capital, los rebeldes reforzaban su estructura de mando.
El 21 de septiembre, en un aeródromo situado en las proximidades de Salamanca, los principales generales rebeldes se reunieron para nombrar un comandante en jefe, tanto por motivos militares obvios como para favorecer las relaciones con Hitler y Mussolini.
Franco, que ya mantenía buenas relaciones con el Führer y el Duce, fue su elegido. El mismo día decidió desviar sus columnas, que en aquel momento se encontraban a las puertas de Madrid, hacia Toledo, en el sudeste. De ese modo perdió una oportunidad irrepetible de irrumpir en la capital antes de que sus defensas estuviesen preparadas. Sin embargo, con la liberación del Alcázar, reafirmó su poder gracias a una victoria emocional y un gran golpe mediático.
También pudo aminorar el ritmo de la guerra y efectuar así una exhaustiva purga política del territorio conquistado. El 28 de septiembre, Franco fue confirmado como jefe del Estado Rebelde. A partir de entonces, gobernó su zona de modo sumamente centralizado. Por el contrario, la República ya se veía gravemente obstaculizada por las intensas divisiones entre los comunistas, los republicanos de clase media y los socialistas moderados que estaban reconstruyendo el aparato de Estado para priorizar el esfuerzo bélico, y los anarquistas, trotskistas y socialistas de izquierdas que querían poner el acento en la revolución social.
El 7 de octubre, el Ejército de África retomó la marcha hacia un Madrid inundado de refugiados y con grandes problemas de abastecimiento. El 4 de noviembre, en un esfuerzo por cohesionar a la población, Largo Caballero incorporó a dos ministros anarco-sindicalistas a su Gabinete. La demora de Franco levantó la moral de los defensores de Madrid con la llegada a principios de noviembre de aviones y tanques de la Unión Soviética, además de las columnas de voluntarios conocidas como las Brigadas Internacionales.
El sitio de Madrid propició actos heroicos de toda la población. El 6 de noviembre, el Gobierno, que preveía una pronta caída de la capital, había huido a Valencia. La ciudad quedó en manos del general José Miaja. Con el respaldo de la Junta de Defensa, dominada por los comunistas, el desaliñado Miaja reunificó a la población mientras su brillante jefe de Estado Mayor, el coronel Vicente Rojo, organizaba a las fuerzas de la ciudad.
Las primeras unidades de las Brigadas Internacionales llegaron a Madrid el 8 de noviembre, y consistían en antifascistas alemanes e italianos, además de algunos izquierdistas británicos, franceses y polacos. Los brigadistas, esparcidos entre los defensores españoles en una proporción de uno a cuatro, les levantaron la moral y les enseñaron a utilizar ametralladoras, conservar la munición y buscar refugio. Resistieron con éxito a las columnas africanas de Franco y, a finales de noviembre, este tuvo que reconocer su fracaso.
La asediada capital resistiría dos años y medio más, hasta la funesta secuencia de acontecimientos desencadenada por el coronel Casado.
La llegada de equipamiento ruso y voluntarios internacionales en otoño contribuyó a salvar Madrid. No obstante, su presencia también sería utilizada por los simpatizantes de Franco para justificar la intervención de Hitler y Mussolini e inhibir a las potencias occidentales. La motivación de Alemania e Italia consistía fundamentalmente en minar la hegemonía anglo-francesa en las relaciones internacionales, aunque en Londres sonó muy bien que ambos dictadores afirmaran que estaban en España para combatir el bolchevismo.
La República, asediada desde el exterior, también acusaba enormes problemas internos que no se daban en la zona brutalmente militarizada de Franco.
El desmoronamiento del Estado burgués en los primeros días de la guerra había provocado la rápida aparición de órganos revolucionarios de poder paralelo: los comités y las milicias relacionados con los sindicatos y partidos de izquierdas.
Se produjo una gran colectivización popular de la agricultura y la industria. Los amplios experimentos colectivistas de otoño de 1936, que resultaron emocionantes para los participantes y para observadores extranjeros como George Orwell, supusieron un obstáculo para la creación de una maquinaria de guerra.
La ambivalencia sobre si debía darse prioridad a la guerra o a la revolución constituyó la esencia del conflicto interno en la zona republicana hasta mediados de 1937.
El presidente republicano Manuel Azaña y líderes socialistas moderados como Indalecio Prieto, ministro de la Armada y las Fuerzas Aéreas, y Juan Negrín, ministro de Hacienda, estaban convencidos de que un aparato de Estado convencional con un control centralizado de la economía y los instrumentos institucionales de movilización de masas eran esenciales para una campaña militar eficaz.
Los comunistas y los asesores soviéticos coincidían: tenía sentido y esperaban que poner freno a las actividades revolucionarias de los trotskistas y los anarquistas tranquilizara a las democracias burguesas a las que la Unión Soviética estaba cortejando.
La República, absorta en las consiguientes discrepancias internas y todavía carente de un ejército convencional, no pudo sacar rédito de su victoria en Madrid. La respuesta inmediata de Franco fue una serie de intentos por cercar la capital. En las batallas de Boadilla (diciembre de 1936), Jarama (febrero de 1937) y Guadalajara (marzo de 1937), sus fuerzas fueron repelidas, pero con un enorme coste para la República.
Concentrarse en la defensa de Madrid significó abandonar otros frentes. Málaga, situada al sur, cayó a principios de febrero en manos de las tropas italianas recién llegadas. No hubo victorias fáciles en la España central. En el Jarama, el frente rebelde avanzó varios kilómetros, pero no cosechó ningún logro estratégico. Los republicanos perdieron 25.000 efectivos, entre ellos algunos de los mejores brigadistas británicos y estadounidenses, y los rebeldes unos 20.000. En marzo, los rebeldes continuaron con sus esfuerzos por rodear Madrid atacando cerca de Guadalajara, unos sesenta kilómetros al nordeste de la capital. Un ejército de 50.000 hombres, el contingente mejor equipado y armado que había participado en la guerra hasta la fecha, consiguió avanzar, pero fue derrotado en un contraataque republicano.
En adelante, mientras la República organizaba su Ejército Popular, el conflicto se convirtió en una guerra más convencional de maniobras a gran escala.
Incluso después de la derrota en la batalla de Guadalajara, en la que participó un numeroso contingente de tropas italianas, los rebeldes siguieron llevando la iniciativa, ya que, con cada revés de Franco, los dictadores del Eje aumentaban su apoyo.
Esto quedó demostrado durante la campaña rebelde en el norte de España en primavera y verano de 1937. En marzo, Mola lideró 40.000 efectivos en un ataque al País Vasco respaldado por la experiencia de la Legión Cóndor alemana en los bombardeos de desgaste. En un ensayo para la blitzkrieg de Polonia y Francia, Guernica fue arrasada el 26 de abril de 1937 para hundir la moral vasca y erosionar la defensa de la capital, Bilbao, que cayó el 19 de junio. Después, el ejército rebelde, ampliamente pertrechado de tropas y material italianos, conquistó Santander el 26 de agosto.
Asturias no tardó en sucumbir durante los meses de septiembre y octubre. La industria del norte ahora estaba al servicio de los rebeldes. Esto les concedió una ventaja decisiva que se sumó a su superioridad en número de hombres, tanques y aviones.
Las derrotas encajadas por la República a principios de 1937 conducirían a la creación el 17 de mayo de un Gobierno sólido presidido por Juan Negrín y del que los anarco-sindicalistas fueron excluidos.
Negrín, como ministro de Hacienda y con la ayuda de su subsecretario, Francisco Méndez Aspe, ya había sistematizado las exportaciones de materias primas y las importaciones de armamento y comida de la República. Había reorganizado el Cuerpo de Carabineros para acabar con el contrabando y las exportaciones ilegales. Es imposible exagerar su aportación al esfuerzo bélico.22
Ahora, como presidente, Negrín depositaba su fe en el coronel Vicente Rojo, un brillante estratega que intentó frenar el inexorable avance rebelde con una serie de maniobras ofensivas de despiste. En el pueblo de Brunete, al oeste de Madrid, 50.000 soldados cruzaron las líneas enemigas el 6 de julio, pero los rebeldes disponían de refuerzos suficientes para tapar el hueco. A lo largo de diez días, los republicanos fueron pulverizados con ataques aéreos y de artillería en uno de los choques más sangrientos de la guerra.
Con un coste enorme, la República demoró ligeramente la derrota definitiva en el norte. Brunete quedó arrasado hasta los cimientos. En agosto de 1937, Rojo realizó un osado movimiento de pinza contra Zaragoza.
En el pequeño municipio de Belchite, la ofensiva se frenó en seco a mediados de septiembre. Al igual que en Brunete, los republicanos obtuvieron una ventaja inicial, pero carecían de fuerza suficiente para asestar el golpe de gracia.
En diciembre de 1937, Rojo lanzó otro ataque preventivo contra Teruel con la esperanza de desviar la última ofensiva de Franco sobre Madrid. El plan funcionó. Con un frío sumamente intenso, los republicanos conquistaron Teruel el 8 de enero en la única ocasión en que una capital de provincia era arrebatada a los rebeldes.
Sin embargo, fue una victoria pírrica, y el triunfo, efímero. Las fuerzas republicanas fueron desalojadas tras seis semanas de duros embates de la artillería y los bombarderos. Después de defender un pequeño avance a un alto precio, los republicanos tuvieron que replegarse el 21 de febrero de 1938, fecha en que Teruel estaba a punto de ser rodeada. Las bajas en ambos bandos habían sido enormes.
Los republicanos estaban agotados, escasos de armas y munición y desmoralizados tras la derrota en Teruel. Franco aprovechó la coyuntura con una gran ofensiva en la que cruzó Aragón y Castellón en dirección al mar. Cien mil soldados, doscientos tanques y casi mil aviones alemanes e italianos emprendieron el avance el 7 de marzo de 1938.
A principios de abril, los rebeldes habían llegado a Lérida y descendieron por el valle del Ebro, lo cual dejó a Cataluña incomunicada del resto de la República. El 15 de abril habían llegado al Mediterráneo. A causa de ello, no eran pocas las grandes figuras del bando republicano que consideraban que ya no podía ganarse la guerra.
Entre ellos se hallaban el coronel Vicente Rojo, jefe del Estado Mayor, el coronel Ignacio Hidalgo de Cisneros, jefe de las fuerzas aéreas, y el eterno pesimista Indalecio Prieto. No obstante, Negrín se negaba a reconocer esa posibilidad, pues era consciente de los peligros del derrotismo.23
Seguía confiando en que recibirían de Rusia un apoyo logístico constante. Sin embargo, a partir de junio de 1938, los suministros rusos empezaban a escasear. A finales del verano de 1937, los ataques contra los envíos neutrales por parte de los acorazados rebeldes y los submarinos italianos habían cerrado el Mediterráneo como ruta de abastecimiento para la República. Ahora los suministros rusos llegaban de Múrmansk o los puertos del Báltico, y eran descargados en El Havre o Cherburgo y luego transportados hasta la frontera franco-española.24
Para llevarlos a través de Francia, Negrín tenía que gastar unas valiosas divisas extranjeras sobornando a las autoridades locales. Tal como comentaría el dirigente comunista Vicente Uribe más tarde: «Para hacer maniobrar convenientemente los mecanismos adecuados en Francia, había que engrasarlos copiosamente, según palabras de Negrín, a cargo de los fondos de la República».25
A partir de junio de 1938, la frontera fue cerrada por Eduard Daladier hasta finales de enero de 1939. La situación era especialmente desesperada en Cataluña, donde las dificultades de suministro de armamento y comida eran todavía más acentuadas.
Daladier abrió la frontera a regañadientes solo cuando Negrín advirtió a Jules Henry, el recién nombrado embajador francés, que la derrota republicana en Cataluña y la llegada de fuerzas alemanas e italianas a los Pirineos constituirían una amenaza para la seguridad de Francia.26
Así las cosas, Franco podría haber sentido la tentación de adoptar una estrategia más ofensiva. Sin embargo, le interesaba más la destrucción total de las fuerzas republicanas que una victoria rápida.
Franco pasó por alto la oportunidad de arremeter contra una Barcelona muy mal defendida. Por el contrario, en julio lanzó un gran ataque contra Valencia. La firme defensa de los republicanos supuso que el proceso fuera lento y agotador, pero el 23 de julio de 1938, Valencia se hallaba bajo amenaza directa, con los rebeldes a menos de cuarenta kilómetros de distancia. En respuesta a ello, Vicente Rojo pergeñó otra espectacular distracción con una osada ofensiva a través del río Ebro para restablecer el contacto entre Cataluña y la zona central, separadas desde que los franquistas llegaron al Mediterráneo en abril. En la batalla más reñida de toda la guerra, el ejército republicano, integrado por 80.000 hombres, vadeó el río y superó las líneas rebeldes, aunque con un elevado coste para las Brigadas Internacionales.
Mientras se luchaba en el Ebro, los acontecimientos internacionales volvieron a desempeñar un papel importante. Durante un tiempo, Negrín había depositado sus esperanzas en una escalada de tensión en Europa que alertara a las democracias occidentales de los peligros que entrañaba el Eje. El estallido de una guerra en toda Europa, pensaba, llevaría a la República a un alineamiento con Francia, Gran Bretaña y Rusia contra Alemania e Italia.
Esas esperanzas se desvanecieron cuando la República prácticamente fue condenada a muerte por la reacción británica a la crisis checoslovaca. La política exterior británica se había posicionado hacía mucho tiempo a favor de una victoria franquista. En lugar de arriesgarse a una guerra con Hitler, Chamberlain a todos los efectos entregó Checoslovaquia a los nazis con los Acuerdos de Munich del 29 de septiembre de 1938.
Fue un golpe devastador para la República española, que desde julio había entablado su última gran batalla en el Ebro. Incluso antes de la traición de las potencias occidentales, Stalin había ordenado la retirada de las Brigadas Internacionales destinadas en España.27
El objetivo militar más inmediato por el que se creó el enorme Ejército del Ebro era desviar el ataque rebelde contra Valencia. Dada la falta de armamento de la República, era una empresa sumamente arriesgada. El 1 de agosto, los republicanos habían llegado a Gandesa, situada a cuarenta kilómetros del punto de partida, pero quedaron empantanados cuando Franco ordenó el traslado de unos refuerzos masivos, incluida la Legión Cóndor, para frenar el avance. Con una artillería y una cobertura aérea inadecuadas, los republicanos se vieron sometidos a tres meses de intensos bombardeos y a un calor sofocante.28
A pesar de su escasa importancia estratégica, Franco estaba decidido a recuperar el territorio perdido a cualquier precio y le entusiasmó la oportunidad de cazar a los republicanos en una trampa, rodearlos y destruirlos. Podría haberse limitado a contener el avance republicano y atacar una Barcelona casi indefensa. Por el contrario, prefirió convertir Gandesa en el cementerio del ejército republicano, con independencia del coste humano que ello conllevara.
Con casi 900.000 hombres a sus órdenes, podia permitirse no preocuparse por sus vidas. En esa desesperada y, en última instancia, absurda batalla por el territorio conquistado estaba en juego la credibilidad internacional de la República. Munich erosionó la ya menguante fe de la población civil y la plana mayor del ejército en la posibilidad de la victoria.
La gran superioridad logística en materia de cobertura aérea, artillería y efectivos concedió a Franco una victoria decisiva. En cierto sentido, la operación del Ebro, aun siendo un triunfo táctico, supuso un desastre estratégico para la República, ya que consumió cantidades ingentes de material y allanó el terreno para la conquista rebelde de Cataluña.29
Diez días antes de la firma de los Acuerdos de Munich, Vicente Rojo confeccionó un informe detallado sobre la situación militar de la República en el contexto de la crisis checoslovaca. Tenía la esperanza de que las democracias se resistieran a las exigencias de Hitler y provocaran una guerra general en la que la República española se aliara con Gran Bretaña y Francia.30
Sin embargo, también analizaba las probables consecuencias de la claudicación de las democracias ante Hitler. La conclusión de Rojo fue que dicha capitulación daría todavía más carta blanca a Italia y Alemania para ayudar a Franco: «Nuestra guerra entraría, en tal situación, en un período de crisis aguda, a causa de las mayores dificultades que tendríamos que vencer para sostener la lucha contra un adversario cada vez más potente». Con todo, Rojo seguía mostrándose optimista respecto de «una resolución favorable» del conflicto. Para que esto sucediera, debían garantizarse «abastecimientos de boca y guerra» y, en el ejército, mantener alta la moral y mejorar la organización.
Rojo tildaba ambas cuestiones de «realizables. Son problemas de gobierno». Con este propósito hacía un llamamiento a obtener más ayuda extranjera y a una campaña bélica controlada centralmente, como ocurría en el caso de Franco, un racionamiento más eficiente, medidas contra los que eludían el reclutamiento, un mando único para todas las fuerzas armadas, un control centralizado de los servicios de transporte y la industria y el fin de la proliferación de partidos políticos y periódicos rivales.31
Lo que proponía Rojo era tan necesario como imposible. La materialización del esfuerzo bélico plenamente centralizado a la que aspiraron Negrín y el Partido Comunista desde el principio del conflicto ya había suscitado la oposición de los anarquistas, los trotskistas y algunos sectores del Partido Socialista.
Ir más lejos, tal como proponía Rojo, generaría un resentimiento aún mayor. En cualquier caso, habida cuenta del alcance de los innumerables problemas a los que hacía frente Negrín, la enorme reorganización requerida era simplemente impensable. Lo que sí hizo Negrín, además de sus iniciativas de paz secretas, fue intensificar sus esfuerzos para obtener suministros militares de Rusia. Negoció con éxito el aprovisionamiento de aviones, tanques, artillería y ametralladoras. Aunque lo pactado era menos de lo que él esperaba, podría haber cambiado mucho la situación si, tras su llegada a Francia a mediados de enero, hubiera sido trasladado hasta la frontera catalana. Sin embargo, las continuas trabas que puso el Gobierno francés a su transporte impidieron que llegara a tiempo.32
Otro aspecto del informe de Rojo también tendría resultados decepcionantes. Añadió un apéndice con planes militares en el que hablaba del alivio que podría brindarse a las fuerzas republicanas del Ebro lanzando ofensivas en la zona del sur y el centro.33
Pero los ejércitos del centro, liderados por los generales Miaja y Matallana y el coronel Casado, nunca ejecutaron las órdenes de Rojo en este sentido.
La contraofensiva nacionalista definitiva en el Ebro dio comienzo el 30 de octubre de 1938. Ataques aéreos y de artillería concentrados en pequeñas zonas selectas, seguidos de ofensivas de la infantería, destruyeron gradualmente las fuerzas republicanas.34
A mediados de noviembre, con un espantoso número de bajas, los franquistas habían expulsado a los republicanos del territorio conquistado en julio. Los vestigios del ejército republicano abandonaron la orilla derecha del Ebro a la altura de Flix bien entrada la noche del 15 de noviembre de 1938. Al retirarse del río, dejaron atrás muchos muertos y gran cantidad de material muy valioso. A Franco le había llevado cuatro meses recuperar el territorio ganado por la República en julio en el transcurso de una semana.
Al desestimar la estrategia más arriesgada de retener a los republicanos cerca de Gandesa y avanzar hacia Barcelona desde Lérida, Franco demostró su preferencia por el desgaste y la aniquilación física del ejército enemigo. De este modo garantizaba que no hubiera armisticio ni negociación de las condiciones de paz.
Fue Munich lo que acabó por convertir la batalla en una derrota estrepitosa, sobre todo para el Partido Comunista, que había invertido energía, recursos y prestigio en la campaña del Ebro.35 Antes, durante y después de la batalla, esta última apuesta contribuyó enormemente a la desmoralización civil y militar.
Tras la derrota de Teruel en enero y durante el gran avance franquista hacia la costa a través de Aragón, la República ya había encajado grandes pérdidas.
Para crear el Ejército del Ebro, el Gobierno se había visto obligado a efectuar un reclutamiento equivalente al de nueve años (los reemplazos de 1923 a 1929 y de 1940 y 1941). La necesidad de entrenar y recurrir a hombres mayores y jóvenes tuvo un impacto negativo en la economía y la sociedad catalana en general. La mano de obra escaseaba y a las familias les escandalizó que, en la batalla del Ebro, muchos soldados republicanos fueran adolescentes de diecisiete años. Durante los enfrentamientos, las confiscaciones del ejército, en la práctica que las tropas se quedaban con lo que encontraban para comer, exacerbaron el creciente descontento. Se produjo un gran conflicto en el seno del Servicio de Información Militar (SIM) republicano, que buscaba a quienes habían eludido el reclutamiento y a los desertores.36
Murieron alrededor de 13.250 españoles y extranjeros, 6.100 (46 %) de ellos franquistas y 7.150 (54 %) republicanos. En unas proporciones más o menos similares, unos 110.000 sufrieron heridas o mutilaciones. La fértil Terra Alta se convirtió en un gigantesco cementerio: miles de hombres fueron enterrados rápidamente, a muchos los dejaron donde cayeron y otros se ahogaron en el río.
Para disgusto de los campesinos locales, y en detrimento de la campaña militar republicana, los combates destruyeron la cosecha de trigo y cebada en julio, la de almendras en agosto, la de uvas en septiembre y la de aceitunas en noviembre.
Negrín era plenamente consciente de la importancia de Munich. Sabía que la victoria republicana era imposible. A finales de septiembre de 1938, Juan-Simeón Vidarte, vicesecretario de la ejecutiva del PSOE, le dijo que los miembros del comité seguían convencidos de que la rendición incondicional exigida por Franco era inviable.
Comentando que nadie olvidaba lo sucedido en Andalucía, Extremadura, el País Vasco y Asturias, apostilló: «No es posible entregarles media España y un ejército de un millón de hombres para que los exterminen a su capricho». Negrín respondió con resignado realismo: «¡Garantías para una paz honrosa es lo único que estoy buscando!».37
Con esta finalidad, consultó al asesor legal de la República, Felipe Sánchez Román, que redactó las condiciones mínimas que Negrín aceptaría como base para las negociaciones con Franco, incluido el compromiso de no tomar represalias contra los partidarios del Gobierno republicano y la garantía de mantener el orden público.38
Otro amigo íntimo de Negrín, el doctor Rafael Méndez Martínez, a la sazón director general de Carabineros, escribía más tarde que el espíritu de la victoria se convirtió en el espíritu de la resistencia que duraría hasta el momento en que fue posible alcanzar «el segundo de sus objetivos: una paz satisfactoria».
En este sentido, creía que solo una resistencia eficaz y bien ordenada que prolongara la guerra podría convencer a las democracias de que ayudaran a negociar ese acuerdo.
La moral de victoria fue transformándose en moral de resistencia. Ante la imposibilidad de conseguir la victoria había que poner en marcha el segundo de sus objetivos al hacerse cargo del Gobierno: procurar el término de la guerra negociando una paz satisfactoria. Solo una resistencia ordenada y eficaz que presupusiera una larga duración de la guerra podría modificar la actitud de los gobiernos democráticos hacia la gestión de una paz honrosa... Resistencia a ultranza y movilización de recursos internacionales, para conseguir una paz que previniera el exterminio de miles y miles de republicanos, constituyó el eje de la política de Negrín desde que consideró inalcanzable la victoria.
Sus gestiones de paz incluyeron una entrevista secreta con el embajador de Alemania en París.39
En los dos meses posteriores, la derrota del Ebro posibilitaría la irrupción de las fuerzas de Franco en Cataluña. Convencido de que, después de Munich, la República no encontraría la salvación en una guerra europea, Franco reunió a más de 30.000 efectivos nuevos. Autorizó notables concesiones mineras al Tercer Reich a cambio de los importantes suministros de material alemán.40
Con la frontera francesa cerrada y la ayuda de la Unión Soviética reducida a un goteo, Franco gozaba de toda la ventaja posible para su embestida final.
Varios meses de bombardeos aéreos italianos habían pasado factura a la moral. Se reunió un gran ejército en una línea que rodeaba Cataluña desde el Mediterráneo, en el este, hasta el Ebro, en el oeste, y los Pirineos al norte. La ofensiva, planeada originalmente para el 10 de diciembre, se pospuso hasta el 15 de ese mismo mes. Un período de lluvias torrenciales provocó más demoras y finalmente se lanzó el 23 de diciembre.41
El grado de agotamiento de la guerra, el resentimiento por su coste humano y económico y el profundo derrotismo posterior a Munich eran tales que la defensa continuada parecía una posibilidad remota en extremo. No obstante, pese a la abrumadora superioridad de las fuerzas atacantes en cobertura aérea, artillería y cifras absolutas, la retirada republicana nunca llegó a convertirse en una desbandada.
Franco podía hacer rotar a sus tropas cada cuarenta y ocho horas, mientras que los republicanos no habían disfrutado de un permiso en siete semanas.
Las fuerzas de Enrique Líster lograron contener el avance durante casi dos semanas en las Borjas Blancas, en la carretera de Lérida a Tarragona.
No obstante, dicho avance era inexorable. En Nochevieja, un feroz bombardeo aéreo italiano sobre Barcelona sumió a la ciudad en lo que Negrín, en una retransmisión para Estados Unidos, definía como «tristeza y luto».
Herbert Matthews, que había ayudado a Negrín a pulir su inglés para la retransmisión, escribiría más tarde: «Nunca le había visto tan conmovido».42
El 4 de enero, los franquistas irrumpieron en las Borjas; para Cataluña, el final estaba cerca. Sin armamento adecuado y con las tropas exhaustas después de un esfuerzo sobrehumano, se abrió el camino hasta Tarragona y después Barcelona. El teniente coronel Manuel Tagüeña, un matemático alto, delgado y con gafas que había ascendido en las filas de las milicias hasta capitanear un cuerpo del ejército, organizó una defensa férrea, pero solo contaba con una fracción del armamento necesario.
A la luz de los Acuerdos de Munich y la consiguiente conclusión moscovita de que Rusia había sido traicionada por las democracias, una preocupación por la seguridad llevó a Stalin a realizar tímidas propuestas de alianza a la Alemania nazi. La ayuda de Rusia, ya limitada porque libraba una guerra en China contra Japón, tenía graves problemas en Europa oriental y se topaba con obstáculos en el transporte a España, disminuyó en los últimos seis meses de la Guerra Civil, al tiempo que Alemania e Italia incrementaban significativamente su cooperación con Franco.
La consecuencia fue la siguiente, en palabras de Herbert Matthews:
El último año de combate fue un milagro de valentía obstinada y desesperada, posibilitado únicamente por la tenacidad y el espíritu indomable de Negrín. Sin embargo, esa asombrosa muestra de liderazgo fue el momento de la carrera del doctor Negrín más duramente criticado por los españoles. La lucha era inútil, aseguraban sus detractores, y toda aquella destrucción «innecesaria», todas aquellas vidas perdidas, todo aquel odio intensificado entre españoles, podrían haberse evitado. Es cierto, por otro lado, que los fieles al régimen podrían haber resistido más tiempo de no haber sido por la traición, y que la Segunda Guerra Mundial podría haber salvado a España... Los objetivos de Don Juan eran consistentes, patrióticos y honorables. Presentó batalla hasta el final, primero para salvar la Segunda República y —cuando esto resultó imposible— para conseguir las mejores condiciones para aquellos que habían mostrado lealtad. En el proceso, tuvo que recurrir sobremanera a la Rusia estalinista y, luego, a los comunistas españoles de forma casi exclusiva.43
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La puñalada continua sangrando
al pueblo español.
Sólo llegará a su fín cuándo los sucesores
de Franco, uno de los criminales más abominables de guerra y paz del siglo XX,
sean depuestos y ajusticiados,
y con ellos, por supuesto,
todas las reminiscencias,
fósiles y osamentas,
de la arqueología traumática
sobre la que aún camina,
amordazada, la Dignidad
del apuñalado pueblo español.