hay que abolir la p. p.,
o, al menos, reestructurarla de diferente manera en la cual los grande propietarios, es decir, los grandes billonarios, es decir, los grandes rateros, dejen de existir.
Ultimamente, en la conferencia sobre el clima en Copenague, el motto mas aplaudido del pueblo fue:
"Cambien el sistema, no cambien el clima"
El 'sistema' nunca se podra cambiar si no se cambia
su alma,
su unico substratum,
su 'raison d'étre',
esto es obvio:
el dios de la propiedad privada.
Mientras que esta divinidad idolatrica exista...todo lo que se haga por salvarnos de la destruccion ecologica y humana sera inutil.
La p. p. cumplio su curso historico.
En su dia sirvio para fomentar el desarrollo economico, pero en la actual situacion historica se ha convertido en el Enemigo Numero Uno de los intereses colectivos de la Humanidad.
Esto es ya tautalogico para cualquiere con dos dedos de frente
...y de espalda.
Imaginemosnos, por ejemplo, cuando el desarrollo economico de dos colosos, China e India, con dos mil quinientos de criaturas, empiecen a incrementar las correspondientes p.p. a la que aspiran todos sus ciudadanos: La Tierra no podra soportar esta extra carga sobre su piel.
Nos hundiremos todos.
Es por eso que hemos invitado a Proudhon y a Rousseau a que nos iluminen al respecto.
El primero nos probara que, aparte del cataclismo mencionado, la p.p. es un robo en un sistema basado en la desigualdad y el fraude. El segundo le pondra los puntales:
"El primer hombre a quien, cercando un terreno, se lo ocurrió decir esto es mío y halló gentes bastante simples para creerle fue el verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras, asesinatos; cuántas miserias y horrores habría evitado al género humano aquel que hubiese gritado a sus semejantes, arrancando las estacas de la cerca o cubriendo el foso: «¡Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y la tierra de nadie!»
Hoy, ese "terreno cercado" por "el fundador de la sociedad civil" se ha convertido en ese "robo" proudhoniano de una propiedad privada a escala planetaria en manos de unos cientos de "cercadores de terrenos" ue controlan todos los "terrenos" de la Humanidad.
El 'delirium tremen' de la p.p. es omnipresente.::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::
¿Qué es la propiedad?
Pierre Proudhon
¿Por qué razón, pues, no puedo contestar a la pregunta qué es la propiedad, diciendo concretamente la propiedad es un robo, sin tener la certeza de no ser comprendido, a pesar de que esta segunda afirmación no es más que una simple transformación primera?
Un autor enseña que la propiedad es un derecho civil, originado por la ocupación y sancionado por la ley; otro sostiene que es un derecho natural, que tiene por fuente el trabajo; y estas doctrinas tan antitéticas son aceptadas y aplaudidas con entusiasmo. Yo creo que ni el trabajo, ni la ocupación, ni la ley, pueden engendrar la propiedad, pues ésta es un efecto sin causa.
¿Se me puede censurar por ello? ¿Cuántos comentarios
producirán estas afirmaciones? ¡La propiedad es el robo! ¡He ahí el toque de rebato del 93! ¡La turbulenta agitación de las revoluciones!
¡La propiedad es el robo!... ¡Qué inversión de ideas! Propietario y ladrón fueron en todo tiempo expresiones contradictorias, de igual modo que sus personas son entre sí antipáticas; todas las lenguas han consagrado esta antinomia. Ahora bien: ¿con qué autoridad podréis impugnar el asentimiento universal y dar un mentís a todo el género humano? ¿Quién sos para quitar la razón a los pueblos y a la tradición?
¿Es posible que en la aplicación de los principios de la moral se haya equivocado unánimemente la humanidad durante tanto tiempo? ¿Cómo y por qué ha padecido ese error? ¿Y cómo podrá subsanarse éste siendo universal?
Todos los hombres, en efecto, creen y sienten que la igualdad de
condiciones es idéntica a la igualdad de derechos: que propiedad y robo son términos sinónimos; que toda preeminencia social otorgada, o mejor dicho, usurpada so pretexto de superioridad de talento y de servicio, es iniquidad y latrocinio: todos los hombres, afirmo yo, poseen estas verdades
en la intimidad de su alma; se trata simplemente de hacer que las adviertan.
¿Es justa la propiedad? Todo el mundo responde sin vacilación: «Sí, la propiedad es justa.» Digo todo el mundo, porque hasta el presente creo que nadie ha respondido con pleno convencimiento: «No.» También es verdad que dar una respuesta bien fundada no era antes cosa fácil; sólo el tiempo y
la experiencia podían traer una solución exacta. En la actualidad esta solución existe: falta que nosotros la comprendamos. Yo voy a intentar demostrarla.
Todos los razonamientos imaginados para defender la propiedad, cualesquiera que sean, concluyen siempre necesariamente en la igualdad, o lo que es lo mismo, en la negación de la propiedad.
El derecho romano definía la propiedad como el derecho de usar y de abusar de las cosas en cuanto lo autorice la razón del derecho. Se ha pretendido justificar la palabra abusar, diciendo que significa, no el abuso insensato e inmoral, sino solamente el dominio absoluto. Distinción vana, imaginada para la santificación de la propiedad, sin eficacia contra los excesos de su disfrute, los cuales no previene ni reprime. El propietario es
dueño de dejar pudrir los frutos en su árbol, de sembrar sal en su campo, de ordeñar sus vacas en la arena, de convertir una viña en erial y de transformar una huerta en monte. ¿Todo esto es abuso, sí o no? En materia de propiedad el uso y el abuso se confunden necesariamente.
Según la Declaración de los derechos del hombre, publicada al frente de la Constitución de 1793, la propiedad es «el derecho que tiene todo hombre de disfrutar y disponer a su voluntad de sus bienes, de sus rentas, del fruto de su trabajo y de su industria».
Ambas definiciones reproducen la del derecho romano: todas reconocen al propietario un derecho absoluto sobre las cosas. Y en cuanto a la restricción determinada por el Código, al decir en tanto que no se haga de ellas un uso prohibido por las leyes y los reglamentos, dicha restricción tiene por objeto no limitar la propiedad, sino impedir que el dominio de un propietario sea obstáculo al dominio de los demás. Es una configuración del principio, no una limitación.
En la propiedad se distingue: 1.-, la propiedad pura y simple, el derecho señorial sobre la cosa, y 2.-, la posesión. «La posesión -dice Duranton- es una cuestión de hecho, no de derecho.» Y Toullier: «La propiedad es un derecho, una facultad legal; la posesión es un hecho.» El arrendatario, el colono, el mandatario, el usufructuario, son poseedores; el señor que
arrienda, que cede el uso, el heredero que sólo espera gozar la cosa al fallecimiento de un usufructuario, son propietarios. Si me fuera permitida una comparación, diría que el amante es poseedor, el marido es propietario.
Esta doble definición de la propiedad como dominio y como posesión es de la mayor importancia, y es necesario no olvidarla si se quiere entender cuanto voy a decir.
De la distinción de la posesión y de la propiedad nacen dos especies de derechos: el derecho en la cosa, por el cual puedo reclamar la propiedad que me pertenece de cualquiera en cuyo poder la encuentre; y el derecho a la cosa, por el cual solicito que se me declare propietario. En el caso, la posesión y la propiedad están reunidas; en ello, sólo existe la nuda propiedad.
Esta distinción es el fundamento de la conocida división del juicio en posesorio y petitorio, verdaderas categorías de la jurisprudencia, pues la comprenden totalmente en su inmensa jurisdicción. Petitorio se denomina el juicio que hace relación a su propiedad; posesorio el relativo a la posesión.
Al escribir estas páginas contra la propiedad, insto en favor de toda la sociedad una acción petitoria y pruebo que los que hoy nada poseen son propietarios por el mismo titulo que los que todo lo poseen, pero en vez de pedir que la propiedad sea repartida entre todos, solicito que, como medida de orden público, sea abolida para todos.
Cicerón compara la tierra a un amplio teatro: Quemadmodum theatrum cum commune sit, rente tamen dici potest ejus esse eum locum quem quisque occuparit. En este pasaje se encierra toda la filosofía que la antigüedad nos ha dejado acerca del origen de la propiedad. El teatro -dice Cicerón- es común a todos; y, sin embargo, cada uno llama suyo al lugar que ocupa; lo que equivale a decir que cada sitio se tiene en posesión, no
en propiedad. Esta comparación destruye la propiedad y supone por otra parte la igualdad.
¿Puede ocupar simultáneamente en un teatro un lugar en la sala, otro en los palcos y otro en el paraíso? En modo alguno, a no tener tres cuerpos como Géryen, o existir al mismo tiempo en tres distintos lugares, como se cuenta del mago Apolonio.
Nadie tiene derecho más que a lo necesario, según Cicerón: tal es la interpretación exacta de su famoso axioma «a cada uno lo que le corresponde», axioma que se ha aplicado con indebida amplitud. Lo que a cada uno corresponde no es lo que cada uno puede poseer, sino lo que tiene derecho a poseer. ¿Pero qué es lo que tenemos derecho a poseer?
Lo que baste a nuestro trabajo y a nuestro consumo. Lo demuestra la comparación que Cicerón hacía entre la tierra y un teatro. Bien está que cada uno se coloque en su sitio como quiera, que lo embellezca y mejore, si puede; pero su actividad no debe traspasar nunca el límite que le separa del vecino. La doctrina de Cicerón va derecha a la igualdad; porque siendo la ocupación una mera tolerancia, si la tolerancia es mutua (y no puede menos de serlo), las posesiones han de ser iguales.
Examinemos, sin embargo, la cuestión según la plantea Grotius:
«Primitivamente, todas las cosas eran comunes e indivisas: constituían el patrimonio de todos ... »
No leamos más: Grotius refiere cómo esta comunidad primitiva acabó por la ambición y la concupiscencia, cómo a la edad de oro sucedió la de hierro, etc. De modo que la propiedad tendría su origen primero en la guerra y la conquista, después en los tratados y en los contratos. Pero o estos pactos distribuyeron los bienes por partes iguales, conforme a la comunidad primitiva, única regla de distribución que los primeros hombres podían conocer, y entonces la cuestión del origen de la propiedad se presenta en estos términos: ¿cómo ha desaparecido la igualdad algún tiempo después? o esos tratados y contratos fueron impuestos por violencia y aceptados por debilidad, y en este caso son nulos, no habiéndoles podido convalidar el consentimiento tácito de la posteridad, y entonces vivimos, por consiguiente, en un estado permanente de iniquidad y de fraude.
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Jean-Jacques Rousseau
Pero lo más cruel aún es que todos los progresos de la especie humana le alejan sin cesar del estado primitivo; cuantos más conocimientos nuevos acumulamos, más nos privamos de los medios de adquirir el más importante de todos, y es, en cierto sentido, a causa de estudiar al hombre por lo que nos hemos colocado en la imposibilidad de conocerlo.
Considero en la especie humana dos clases de desigualdades: una, que yo llamo natural o física porque ha sido instituida por la naturaleza, y que consiste en las diferencias de edad, de salud, de las fuerzas del cuerpo y de las cualidades del espíritu o del alma; otra, que puede llamarse desigualdad moral o política porque depende de una especie de convención y porque ha sido establecida, o al menos autorizada, con el consentimiento de los hombres.
Esta consiste en los diferentes privilegios de que algunos disfrutan en perjuicio de otros, como el ser más ricos, más respetados, más poderosos, y hasta el hacerse obedecer.
Guardémonos, pues, de confundir al hombre salvaje con los que tenemos ante los ojos. La naturaleza trata a los animales abandonados a sus cuidados con una predilección que parece mostrar cuán celosa es de este derecho. El caballo, el gato, el toro y aun el asno mismo tienen la mayor parte una talla más alta y todos una constitución más robusta, más vigor, más fuerza y más valor en los bosques que en nuestras casas; pierden la mitad de estas cualidades siendo domésticos, y podría decirse que los cuidados que ponemos en tratarlos bien y alimentarlos no dan otro resultado que el de hacerlos degenerar. Así ocurre con el hombre mismo: al convertirse en sociable y esclavo, vuélvese débil, temeroso, rastrero, y su vida blanda y afeminado acaba de enervar a la vez su valor y su fuerza.
Añadamos que entre la condición salvaje y la doméstica, la diferencia de hombre a hombre debe ser mucho mayor que de bestia a bestia, pues habiendo sido el animal y el hombre igualmente tratados por la naturaleza, todas las comodidades que el hombre se proporcione de más sobre los animales que domestica son otras tantas causas particulares que le hacen degenerar más sensiblemente.
Parece a primera vista que en este estado, no teniendo los hombres entre sí ninguna clase de relación moral ni de deberes conocidos, no podrían ser ni buenos ni malos, ni tenían vicios ni virtudes, a menos que, tomando estas palabras en un sentido físico, se llamen vicios del individuo las cualidades que pueden perjudicar su propia conservación, y virtudes, las que a ella puedan contribuir.
No saquemos la conclusión, como Hobbes, de que, no teniendo ninguna idea de la bondad, el hombre es naturalmente malo; vicioso, porque no conoce la virtud; que niega siempre a sus semejantes los servicios que cree no deberles; que, en virtud del derecho que se arroga sobre las cosas que necesita, se imagina insensatamente ser el propietario único del universo entero. Hobbes ha visto muy bien el defecto de todas las definiciones modernas del derecho natural; pero las consecuencias que deduce de la suya demuestran que la toma en un sentido no menos falso.
Razonando sobre los principios que enuncia, este autor debía decir que, siendo el estado de naturaleza aquel en que el cuidado de nuestra conservación es el menos perjudicial para la conservación de nuestros semejantes, éste era por consiguiente el estado más a propósito para la paz y el más conveniente para el género humano.
Pues dice precisamente lo contrario, por haber hecho entrar, con gran desacierto, en el cuidado de la conservación del hombre salvaje la necesidad de satisfacer una multitud de pasiones que son producto de la sociedad y que han hecho necesarias las leyes.
El malo, dice, es un niño fuerte.
Falta saber si el hombre salvaje, es un niño fuerte. Aunque ello se concediera, ¿qué se deduciría?
Que si, siendo fuerte, este hombre dependía de los demás tanto como siendo débil, no hay ninguna clase de excesos a los que no se entregara; que pegaría a su madre cuando tardase demasiado en darle de mamar; que estrangularía a uno de sus pequeños hermanos cuando estuviese enojado; que mordería al otro en la pierna cuando fuese tropezado o molestado. Pero ser fuerte y dependiente son supuestos contradictorios en el estado natural. El hombre es débil cuando está sometido a dependencia, y es libre antes de ser fuerte.
Hobbes no ha visto que la misma causa que impide a los salvajes el uso de razón, como pretenden nuestros jurisconsultos, les impide al mismo tiempo el abuso de sus facultades, como él mismo pretende; de modo que podría decirse que los salvajes no son malos precisamente porque no saben qué cosa es ser buenos, toda vez que no es el desenvolvimiento de la razón ni el freno de la ley, sino la ignorancia del vicio y la calma de las pasiones, lo que los impide hacer el mal: Tanto plus in illis proficit vitiorum ignoratio, quam in his cognitio virtutis (23).
Sin necesidad de prolongar inútilmente estos detalles, cada cual debe ver que, no siendo los lazos de la servidumbre sino la dependencia mutua de los hombres y de las necesidades recíprocas que los unen, es imposible esclavizar a un hombre si antes no se le ha puesto en el caso de no poder prescindir de otro; y como esta situación no existe en el estado natural, todos se hallan libres del yugo, resultando, vana en él la ley del más fuerte.
Después de haber demostrado que la desigualdad apenas se manifiesta en el estado natural y que su influencia es casi nula, me falta explicar su origen y sus progresos en los desenvolvimientos sucesivos del espíritu humano.
Después de haber demostrado que la perfectibilidad, las virtudes sociales y las demás facultades que el hombre natural había recibido en potencia no podían desarrollarse nunca por sí mismas; que para ello necesitaban el concurso fortuito de diferentes causas externas que podían no haber nacido nunca y sin las cuales el hombre natural hubiera permanecido eternamente en su condición primitiva, me falta considerar y reunir los diferentes azares que han podido, echando a perder la especie, perfeccionar la razón humana; volver malos a los seres haciéndolos sociables, y de un término tan lejano, traer al hombre y al mundo al punto en que los vemos.
Segunda parte
El primer hombre a quien, cercando un terreno, se lo ocurrió decir esto es mío y halló gentes bastante simples para creerle fue el verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras, asesinatos; cuántas miserias y horrores habría evitado al género humano aquel que hubiese gritado a sus semejantes, arrancando las estacas de la cerca o cubriendo el foso: «¡Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y la tierra de nadie!»
Pero parece que ya entonces las cosas habían llegado al punto de no poder seguir más como estaban, pues la idea de propiedad, dependiendo de muchas, otras ideas anteriores que sólo pudieron nacer sucesivamente, no se formó de un golpe en el espíritu humano; fueron necesarios ciertos progresos, adquirir ciertos conocimientos y cierta industria, transmitirlos y aumentarlos de época en época, antes de llegar a ese último límite del estado natural. Tomemos, pues, las cosas desde más lejos y procuremos reunir en su solo punto de vista y en su orden más natural esa lenta sucesión de acontecimientos y conocimientos.
El primer sentimiento del hombre fue el de su existencia; su primer cuidado, el de su conservación. Los productos de la tierra le proveían de todo, lo necesario; el instinto le llevó a usarlos. El hambre, otros deseos hacíanle experimentar sucesivamente diferentes modos de existir, y hubo uno que le invitó a perpetuar su especie; esta ciega inclinación, desprovista de todo sentimiento del corazón, sólo engendra un acto puramente animal; satisfecho el deseo, los dos sexos ya no se reconocían, y el hijo mismo nada era para la madre en cuanto podía prescindir de ella.
Tal fue la condición del hombre al nacer; tal fue la vida de un animal limitado al principio a las puras sensaciones, aprovechando apenas los dones que le ofrecía la naturaleza, lejos de pensar en arrancarle cosa alguna. Pero bien pronto surgieron dificultades; hubo que aprender a vencerlas. La altura de los árboles, que le impedía coger sus frutos; la concurrencia de los animales que intentaban arrebatárselos para alimentarse, y la ferocidad de los que atacaban su propia vida, todo le obligó a aplicarse a los ejercicios corporales; tuvo que hacerse ágil, rápido en la carrera, fuerte en la lucha. Las armas naturales, que son las ramas de los árboles y las piedras, pronto se hallaron en sus manos. Aprendió a dominar los obstáculos de la naturaleza, a combatir en caso necesario con los demás animales, a disputar a los hombres mismos su subsistencia o a resarcirse de lo que era preciso ceder al más fuerte.
A medida que se extendió el género humano, los trabajos se multiplicaron con los hombres. La diferencia de los terrenos, de los climas, de las estaciones, pudo forzarlos a establecerla en sus maneras de vivir. Los años estériles, los inviernos largos y crudos, los ardientes estíos, que todo consumen, exigieron de ellos una nueva industria. En las orillas del mar y de los ríos inventaron el sedal y el anzuelo, y se hicieron pescadores e ictiófagos (28). En los bosques construyéronse arcos y flechas, y fueron cazadores y guerreros. En los países fríos se cubrieron con las pieles de los animales muertos a sus manos. El rayo, un volcán o cualquier feliz azar les dio a conocer el fuego, nuevo recurso contra el rigor del invierno; aprendieron a conservar este elemento y después a reproducirlo, y, por último, a preparar con él la carne, que antes devoraban cruda.
Esta reiterada aplicación de seres distintos y de unos a otros debió naturalmente de engendrar en el espíritu del hombre la percepción de ciertas relaciones. Esas relaciones, que nosotros expresamos con las palabras grande, pequeño, fuerte, débil, rápido, lento, temeroso, arriesgado y otras ideas semejantes, produjeron al fin en él una especie de reflexión o más bien una prudencia maquinal, que le indicaba las precauciones más necesarias a su seguridad.
Las nuevas luces que resultaron de este desenvolvimiento aumentaron su superioridad sobre los demás animales haciéndosela conocer. Se ejercitó en tenderles lazos, en engañarlos de mil modos, y aunque muchos le superasen en fuerza en la lucha o en rapidez en la carrera, con el tiempo se hizo dueño de los que podían servirle y azote de los que podían perjudicarle. Y así, la primer mirada que se dirigió a sí mismo suscitó el primer movimiento de orgullo; y, sabiendo apenas distinguir las categorías y viéndose en la primera por su especie, así se preparaba de lejos a pretenderla por su individuo.
Aunque sus semejantes no fueran para él lo que son para nosotros, y aunque no tuviera con ellos mayor comercio que con los otros animales, no fueron olvidados en sus observaciones. Las semejanzas que pudo percibir con el tiempo entre ellos, su hembra y él mismo, le hicieron juzgar las que no percibía; viendo que todos se conducían como él se hubiera conducido en iguales circunstancias, dedujo que su manera de pensar y de sentir era enteramente conforme con la suya, y esta importante verdad, una vez arraigaba en su espíritu, le hizo seguir, por un presentimiento tan seguro y más vivo que la dialéctica, las reglas de conducta que, para ventaja y seguridad suya, más le convenía observar con ellos.
Instruido por la experiencia de que el amor del bienestar es el único móvil de las acciones humanas, pudo distinguir las raras ocasiones en que, por interés común, debía contar con la ayuda de sus semejantes, y aquellas otras, más raras aún, en que la concurrencia debía hacerle desconfiar de ellos. En el primer caso se unía a ellos en informe rebaño, o cuando más por una especie de asociación libre que a nadie obligaba y que sólo duraba el tiempo que la pasajera necesidad que la había formado; en el segundo, cada cual buscaba su provecho, bien a viva fuerza si creía ser más fuerte, bien por astucia y habilidad si sentíase el más débil.
He aquí cómo los hombres pudieron insensiblemente adquirir cierta idea rudimentaria de compromisos mutuos y de la ventaja de cumplirlos, pero sólo en la medida que podía exigirlos el interés presente y sensible, pues la previsión nada era para ellos, y, lejos de preocuparse de un lejano futuro, ni siquiera pensaban en el día siguiente. ¿Tratábase de cazar un ciervo? Todos comprendían que para ello debían guardar fielmente su puesto; pero si una liebre pasaba al alcance de uno de ellos, no cabe duda que la perseguiría sin ningún escrúpulo y que, cogida su presa, se cuidaría muy poco de que no se les escapase la suya a sus compañeros.
Fácil es comprender que semejantes relaciones no exigían un lenguaje mucho más refinado que el de las cornejas o los monos, que se agrupan poco más o menos del mismo modo. Durante mucho tiempo sólo debieron de componer el lenguaje universal gritos inarticulados, muchos gestos y algunos ruidos imitativos; unidos a esto en cada región algunos sonidos articulados y convencionales, cuyo origen, como ya he dicho, no es muy fácil de explicar, formáronse lenguas particulares, pero elementales, imperfectas, semejantes aproximadamente a las que aún tienen diferentes naciones salvajes de hoy día.
Atravieso como una flecha multitudes de siglos, forzado por el tiempo que transcurre, por la abundancia de cosas que he de decir y por el progreso casi imperceptible de los comienzos, pues tanto más lentos eran para sucederse, tanto más rápidos son para describir.
Estos primeros progresos pusieron en fin al hombre en estado de hacer otros más rápidos. Cuanto más se esclarecía el espíritu más se perfeccionaba la industria. Bien pronto los hombres, dejando de dormir bajo el primer árbol o de guarecerse en cavernas, hallaron una especie de hachas de piedra duras y cortantes que sirvieron para cortar la madera, cavar la tierra y construir chozas con las ramas de los árboles, que en seguida aprendieron a endurecer con barro y arcilla. Fue la época de una primera revolución, que originó el establecimiento y la diferenciación de las familias e introdujo una especie de propiedad, de la cual quizá nacieron ya entonces no pocas discordias y luchas. Sin embargo, como los más fuertes fueron con toda seguridad los primeros en construirse viviendas, porque sentíanse capaces de defenderlas, es de creer que los débiles hallaron más fácil y más seguro imitarlos que intentar desalojarlos de ellas; y en cuanto a los que ya poseían cabañas, ninguno de ellos debió de intentar apropiarse la de su vecino, menos porque no le perteneciera que porque no la necesitaba y porque, además, no podía apoderarse de ella sin exponerse a una viva lucha con la familia que la ocupaba.
Las primeras exteriorizaciones del corazón fueron el efecto de un nuevo estado de cosas que reunía en una habitación común a maridos y mujeres, a padres o hijos. El hábito de vivir juntos hizo nacer los más dulces sentimientos conocidos de los hombres: el amor conyugal y el amor paternal. Cada familia fue una pequeña sociedad, tanto mejor unida cuanto que el afecto recíproco y la libertad eran los únicos vínculos. Entonces fue cuando se estableció la primer diferencia en el modo de vivir de los dos sexos, que hasta entonces habían vivido de la misma manera. Las mujeres hiciéronse más sedentarias y se acostumbraron a guardar la cabaña y a cuidar de los hijos mientras el hombre iba a buscar la común subsistencia. Con una vida un poco más blanda, los dos sexos empezaron a perder algo de su ferocidad y de su vigor; pero si cada individuo separadamente se halló menos capaz de combatir a las fieras, fue en cambio más fácil reunirse para una resistencia común.
En este nuevo estado, llevando una vida simple y solitaria, con necesidades muy limitadas y los instrumentos que habían inventado para atenderlas, los hombres gozaban de una extremada ociosidad, que emplearon en procurarse diversas, comodidades que sus padres no habían conocido. Este fue el primer yugo que se impusieron sin pensar y la primer fuente de males que prepararon a sus descendientes; pues, además de que así continuaron debilitan de su cuerpo y su espíritu, y habiendo perdido esas comodidades, por la costumbre, todo su encanto y degenerado en verdaderas necesidades, la privación de ellas fue mucho más cruel que agradable era su posesión, y, sin ser feliz poseyéndolas, perdiéndolas érase desgraciado.
Se entrevé algo mejor en este punto cómo el uso de la palabra se estableció o se perfeccionó insensiblemente en el seno de cada familia, y aun se puede conjeturar cómo diversas causas particulares pudieron extender el lenguaje y acelerar su progreso haciéndole ser más necesario. Grandes inundaciones o temblores de tierra cercaron de aguas o de precipicios las regiones habitadas; revoluciones del globo desgarraron y cortaron en islas porciones del continente. Se concibe que entre hombres reunidos de ese modo y forzados a vivir juntos debió de formarse un idioma común, más bien que entre los que erraban libremente en los bosques de la tierra firme. Así, es muy probable que, después de sus primeros ensayos de navegación, los insulares hayan introducido entre nosotros el uso de la palabra; por lo menos es muy verosímil que la sociedad y las lenguas hayan nacido en las islas y en ellas se hayan perfeccionado antes de ser conocidas en el continente.
Todo empieza a cambiar de aspecto. Errantes hasta aquí en los bosques, los hombres, habiendo adquirido una situación más estable, van relacionándose lentamente, se reúnen en diversos agrupamientos y forman en fin en cada región una nación particular, unida en sus costumbres y caracteres, no por reglamentos y leyes, sino por el mismo género de vida y de alimentación y por la influencia del clima. Una permanente vecindad no puede dejar de engendrar en fin alguna relación entre diferentes familias. Jóvenes de distinto sexo habitan en cabañas vecinas; el pasajero comercio que exige la naturaleza bien pronto origina otro no menos dulce y más permanente por la mutua frecuentación. Habitúanse a considerar diversos objetos y a hacer comparaciones; insensiblemente adquieren ideas de mérito y de belleza que producen sentimientos de preferencia. A fuerza de verse, no pueden pasar sin verse todavía. Un sentimiento tierno y dulce se insinúa en el alma, que a la menor oposición se cambia en furor impetuoso; los celos se despiertan con el amor, triunfa la discordia, y la más dulce de las pasiones recibe sacrificios de sangre humana.
A medida que se suceden las ideas y los sentimientos y el espíritu y el corazón se ejercitan, la especie humana sigue domesticándose, las relaciones se extienden y se estrechan los vínculos. Los hombres se acostumbran a reunirse delante de las cabañas o, al pie de un gran árbol; el canto y la danza, verdaderos hijos del amor y del ocio, constituyen la diversión o, mejor, la ocupación de los hombres y de las mujeres agrupados y ociosos. Cada cual empezó a mirar a los demás y a querer ser mirado él mismo, y la estimación pública tuvo un precio. Aquel que mejor cantaba o bailaba, o el más hermoso, el más fuerte, el más diestro o el más elocuente, fue el más considerado; y éste fue el primer paso hacia la desigualdad y hacia el vicio al mismo tiempo. De estas primeras preferencias nacieron, por una parte, la vanidad y el desprecio; por otro, la vergüenza y la envidia, y la fermentación causada por esta nueva levadura produjo al fin compuestos fatales para la felicidad y la inocencia.
Tan pronto como los hombres empezaron a apreciarse mutuamente y se formó en su espíritu la idea de la consideración, todos pretendieron tener el mismo derecho, y no fue posible que faltase para nadie. De aquí nacieron los primeros deberes de la cortesía, aun entre los salvajes; y de aquí que toda injusticia voluntaria fuera considerada como un ultraje, porque con el daño que ocasionaba la injuria, el ofendido veía el desprecio de su persona, con frecuencia más insoportable que el daño mismo. De este modo, como cada cual castigaba el desprecio que se lo había inferido de modo proporcionado a la estima que tenía de sí mismo, las venganzas fueron terribles, y los hombres, sanguinarios y crueles. He ahí precisamente el grado a que había llegado la mayoría de los pueblos salvajes que nos son conocidos. Mas, por no haber distinguido suficientemente las ideas y observado cuán lejos se hallaban ya esos pueblos del estado natural, algunos se han precipitado a sacar la conclusión de que el hombre es naturalmente cruel y que es necesaria la autoridad para dulcificarlo, siendo así que nada hay tan dulce como él en su estado primitivo, cuando, colocado por la naturaleza a igual distancia de la estupidez de las bestias que de las nefastas luces del hombre civil, y limitado igualmente por el instinto y por la razón a defenderse del mal que le amenaza, la piedad natural le impide, sin ser impelido a ello por nada, hacer daño a nadie, ni aun después de haberlo él recibido. Porque, según el axioma del sabio Locke, no puede existir agravio donde no hay propiedad.
Pero es preciso señalar que la sociedad empezada y las relaciones ya establecidas entre los hombres exigían de éstos cualidades diferentes de las que poseían por su constitución primitiva; que, empezando a introducirse la moralidad en las acciones humanas y siendo cada uno, antes de las leyes, único juez y vengador de las ofensas recibidas, la bondad que convenía al puro estado de naturaleza no era la que convenía a la sociedad naciente; que era necesario que los castigos fueran más severos a medida que las ocasiones de ofender eran más frecuentes; que el terror de las venganzas tenía que ocupar el lugar del freno de las leyes. Así, aunque los hombres fuesen ya menos sufridos y la piedad natural ya hubiera experimentado alguna alteración, este período del desenvolvimiento de las facultades humanas, ocupando un justo medio entre la indolencia del estado primitivo y la petulante actividad de nuestro amor propio, debió de ser la época más feliz y duradera. Cuanto más se reflexiona, mejor se comprende que este estado era el menos sujeto a las revoluciones, el mejor para el hombre (29), del cual no ha debido salir sino por algún funesto azar, que, por el bien común, hubiera debido no acontecer nunca. El ejemplo de los salvajes, hallados casi todos en ese estado, parece confirmar que el género humano estaba hecho para permanecer siempre en él; que ese estado es la verdadera juventud del mundo, y que todos los progresos ulteriores han sido, en apariencia, otros tantos pasos hacia la perfección del individuo; en realidad, hacia la decrepitud de la especie.
Mientras los hombres se contentaron con sus rústicas cabañas; mientras se limitaron a coser sus vestidos de pieles con espinas vegetales o de pescado, a adornarse con plumas y conchas, a pintarse el cuerpo de distintos colores, a perfeccionar y embellecer sus arcos y sus flechas, a tallar con piedras cortantes canoas de pescadores o rudimentarios instrumentos de música; en una palabra, mientras sólo se aplicaron a trabajos que uno solo podía hacer y a las artes que no requerían el concurso de varias manos, vivieron libres, sanos, buenos y felices en la medida en que podían serlo por su naturaleza y siguieron disfrutando de las dulzuras de un trato independiente. Pero desde el instante en que mi hombre tuvo necesidad de la ayuda de otro; desde que se advirtió que era útil a uno solo poseer provisiones por dos, la igualdad desapareció, se introdujo la propiedad, el trabajo fue necesario y los bosques inmensos se trocaron en rientes campiñas que fue necesario regar con el sudor de los hombres y en las cuales viose bien pronto germinar y crecer con las cosechas la esclavitud y la miseria.
La metalurgia y la agricultura fueron las dos artes cuyo desenvolvimiento produjo esta gran revolución. Para el poeta son el oro y la plata; más para el filósofo son el hierro y el trigo los que han civilizado a los hombres y perdido al género humano. Uno y otro eran desconocidos de los salvajes de América, por lo cual han permanecido siempre los mismos; y los demás pueblos parece que siguieron bárbaros mientras no practicaron más que una sola de estas artes. Precisamente, una de las mejores razones quizá de que Europa haya sido, si no más pronto, mejor y más constantemente ordenada que las otras partes del mundo es que al mismo tiempo es la más abundante en hierro y la más fértil en trigo.
Es difícil conjeturar de qué modo han llegado los hombres a conocer y emplear el hierro, pues no es de creer que hayan imaginado por sí mismos extraer la materia de la mina y darle las preparaciones necesarias para su fusión antes de saber lo que resultaría. Por otra parte, no puede atribuirse este descubrimiento a un incendio casual, puesto que las minas se forman en lugares áridos y desprovistos de árboles y plantas; de suerte que parece que la naturaleza ha tomado sus precauciones para ocultarnos el fatal secreto. Sólo queda la extraordinaria circunstancia de que un volcán, vomitando materias metálicas en fusión, haya sugerido a los espectadores la idea de imitar esta operación de la naturaleza; pero es necesario suponer mucho valor y previsión para emprender un trabajo tan penoso y calcular desde mucho antes las ventajas que podían obtenerse, y esto sólo es admisible en espíritus más cultivados que lo debía estar el de los espectadores.
En cuanto a la agricultura, el principio fue conocido mucho antes de que se estableciera la práctica, pues no es probable que los hombres, siempre ocupados en sacar de los árboles y las plantas su subsistencia, hayan tardado mucho tiempo en advertirlos caminos que sigue la naturaleza para la generación de los vegetales; pero su industria no se inclinó probablemente hasta muy tarde de este lado, bien porque los árboles, que con la caza y la pesca proveían a su alimento, no necesitaban sus cuidados, sea por desconocer el uso del trigo, sea por falta de instrumentos para cultivarlo, bien por falta de previsión para las necesidades futuras, sea, en fin, por no haber medios para impedir a los demás que se apoderaran del fruto de su trabajo. Cuando ya fueron más industriosos, es de presumir que empezaron con piedras afiladas y palos puntiagudos a cultivar algunas legumbres o raíces en derredor de sus cabañas, mucho antes de saber trabajar el trigo y tener los instrumentos necesarios para el cultivo en grande; sin contar que para entregarse a esta labor y sembrar las tierras es preciso decidirse a perder alguna cosa primero para obtener mucho después, previsión grandemente extraña al espíritu del salvaje, que, como antes he dicho, tiene bastante con pensar por la mañana en sus necesidades de la tarde.
La invención de las otras artes fue, por tanto, necesaria para forzar al género humano a dedicarse a la agricultura. En cuanto hubo necesidad de hombres para fundir y forjar el hierro, fueron necesarios otros que los alimentaran. Cuanto mayor fue el número de obreros, menos manos hubo empleadas en proveer a la común subsistencia, sin haber por eso menos bocas que alimentar; y como unos necesitaron alimentos en cambio de su hierro, los otros descubrieron en fin el secreto de emplear el hierro para multiplicar los alimentos. De aquí nacieron, por una parte, el cultivo y la agricultura; por otra, el arte de trabajar los metales y multiplicar sus usos.
Del cultivo de las tierras resultó necesariamente su reparto, y de la propiedad, una vez reconocida, las primeras reglas de justicia, porque para dar a cada cual lo suyo es necesario que cada uno pueda tener alguna cosa. Por otro lado, los hombres ya habían empezado a pensar en el porvenir, y como todos tenían algo que perder, no había ninguno que no tuviera que temer para sí la represalia de los daños que podía causar a otro. Este origen es tanto más natural cuanto que es imposible concebir la idea de la propiedad naciente de otro modo que por la mano de obra, pues no se comprende que para apropiarse las cosas que no ha hecho pudiera el hombre poner más que su trabajo. Es el trabajo únicamente el que, dando derecho al cultivador sobre el producto de la tierra que ha trabajado, le da consiguientemente ese mismo derecho sobre el suelo, por lo menos hasta la cosecha, y así de año en año; lo que, constituyendo una posesión continua, se transforma fácilmente en propiedad. Cuando los antiguos, dice Grocio, dieron a Ceres el epíteto de legisladora y a una fiesta que se celebraba en su honor el nombre de Temosforia, dieron a entender que el reparto de las tierras había producido una nueva especie de derecho, es decir, el derecho de propiedad, diferente del que resulta de la ley natural.
En esta situación, las cosas hubieran podido permanecer iguales si las aptitudes hubieran sido iguales, y si, por ejemplo, el empleo del hierro y el consumo de los productos alimenticios hubieran guardado un equilibrio exacto. Pero la proporción, que nada mantenía, bien pronto quedó rota; el más fuerte hacía más obra; el más hábil sacaba mejor partido de lo suyo; el más ingenioso hallaba los medios de abreviar su trabajo; el labrador necesitaba más hierro, o el herrero más trigo; y trabajando todos igualmente, unos ganaban más mientras otros, apenas podían vivir. De este modo, la desigualdad natural se desenvuelve insensiblemente con la de combinación, y las diferencias entre los hombres, desarrolladas por las que originan las circunstancias, hácense más sensibles, más permanentes en sus efectos y empiezan a influir en la misma proporción sobre la suerte de los particulares.
En este punto las cosas, fácil es imaginar el resto. No me detendré a describir la invención sucesiva de las otras artes, el progreso de las lenguas, la prueba y el empleo de las aptitudes, la desigualdad de las fortunas, el uso y el abuso de las riquezas, ni todos los detalles que siguen a éstos y que cada uno puede fácilmente suponer. Me limitaré solamente a echar una ojeada sobre el género humano colocado en ese nuevo orden de cosas.
He aquí todas nuestras facultades desarrolladas, la memoria y la imaginación en juego, interesado el amor propio, la razón en actividad y el espíritu casi al término de la perfección de que es susceptible. He aquí todas las cualidades naturales puestas en acción, establecidas la condición y la suerte de cada hombre, no sólo en lo que se refiere a la cantidad de bienes y al poder de servir o perjudicar, sino en cuanto al espíritu, la belleza, la fuerza o la destreza, el mérito y las aptitudes. Siendo estas cualidades las únicas que podían atraer la consideración, bien pronto fue necesario o tenerlas o fingirlas; fue preciso, por el propio interés, aparecer distinto de lo que en verdad se era. Ser y parecer fueron dos cosas por completo diferentes, y de esta diferencia nacieron la ostentación imponente, la astucia engañosa y todos los vicios que forman su séquito. Por otra parte, de libre e independiente que era antes el hombre, vedle, por una multitud de nuevas necesidades, sometido, por así decir, a la naturaleza entera, y sobre todo a sus semejantes, de los cuales se convierte en esclavo aun siendo su señor: rico, necesita de sus servicios; pobre; de su ayuda, y la mediocridad le impide prescindir de aquéllos. Necesita, por tanto, buscar el modo de interesarlos en su suerte y hacerles hallar su propio interés, en realidad o en apariencia, trabajando en provecho suyo; lo cual le hace trapacero y artificioso con unos, imperioso y duro con otros, y le pone en la necesidad de engañar a todos aquellos que necesita, cuando no puede hacerse temer de ellos y no encuentra ningún interés en servirlos útilmente. En fin; la voraz ambición, la pasión por aumentar su relativa fortuna, menos por una verdadera necesidad que para elevarse por encima de los demás, inspira a todos los hombres una negra inclinación a perjudicarse mutuamente, una secreta envidia, tanto más peligrosa cuanto que, para herir con más seguridad, toma con frecuencia la máscara de la benevolencia; en una palabra: de un lado, competencia y rivalidad; de otro, oposición de intereses, y siempre el oculto deseo de buscar su provecho a expensas de los demás. Todos estos males son el primer efecto de la propiedad y la inseparable comitiva de la desigualdad naciente.
Antes de haberse inventado los signos representativos de las riquezas, éstas no podían consistir sino en tierras y en ganados, únicos bienes efectivos que los hombres podían poseer. Ahora bien; cuando las heredades crecieron en número y en extensión, hasta el punto de cubrir el suelo entero y de tocarse unas con otras, ya no pudieron extenderse más sitio a expensas de las otras, y los que no poseían ninguna porque la debilidad o la indolencia los había impedido adquirirlas a tiempo, se vieron obligados a recibir o arrebatar de manos de los ricos su subsistencia; de aquí empezaron a nacer, según el carácter de cada uno, la dominación y la servidumbre, o la violencia y las rapiñas. Los ricos, por su parte, apenas conocieron el placer de dominar, rápidamente desdeñaron los demás, y, sirviéndose de sus antiguos esclavos para someter a otros hombres a la servidumbre, no pensaron más que en subyugar y esclavizar a sus vecinos, semejantes a esos lobos hambrientos que, habiendo gustado una vez la carne humana, rechazan todo otro alimento y sólo quieren devorar hombres.
De este modo, haciendo los más poderosos de sus fuerzas o los más miserables de sus necesidades una especie de derecho al bien ajeno, equivalente, según ellos, al de propiedad, la igualdad deshecha fue seguida del más espantoso desorden; de este modo, las usurpaciones de los ricos, las depredaciones de los pobres, las pasiones desenfrenadas de todos, ahogando la piedad natural y la voz todavía débil de la justicia, hicieron a los hombres avaros, ambiciosos y malvados. Entre el derecho del más fuerte y el del primer ocupante alzábase un perpetuo conflicto, que no se terminaba sino por combates y crímenes (30). La naciente sociedad cedió la plaza al más horrible estado de guerra; el género humano, envilecido y desolado, no pudiendo volver sobre sus pasos ni renunciar a las desgraciadas adquisiciones que había hecho, y no trabajando sino en su vilipendio, por el abuso de las facultades que le honran, se puso a sí mismo en vísperas de su ruina.
Attonitus novitate mali, divesque, miserque,
Effugere optat opes, et quae modo voverat odit (31).
OVID., Metam., lib. XI, v. 127.
No es posible que los hombres no se hayan detenido a reflexionar al cabo sobre una situación tan miserable y sobre las calamidades que los agobiaban. Sobre todo los ricos debieron comprender cuán desventajoso era para ellos una guerra perpetua con cuyas consecuencias sólo ellos cargaban y en la cual el riesgo de la vida era común y el de los bienes particular. Por otra parte, cualquiera que fuera el pretexto que pudiesen dar a sus usurpaciones, demasiado sabían que sólo descansaban sobre un derecho, precario y abusivo, y que, adquiridas por la fuerza, la fuerza podía arrebatárselas sin que tuvieran derecho a quejarse. Aquellos mismos que sólo se habían enriquecido por la industria no podían tampoco ostentar sobre su propiedad mejores títulos. Podrían decir: «Yo he construido este muro; he ganado este terreno con mi trabajo.» Pero se les podía contestar: «¿Quién os ha dado las piedras? ¿Y en virtud de qué pretendéis cobrar a nuestras expensas un trabajo que nosotros no os hemos impuesto? ¿Ignoráis que multitud de hermanos vuestros perece o sufre por carecer de lo que a vosotros os sobra, y que necesitabais el consentimiento expreso y unánime del género humano para apropiaros de la común subsistencia lo que excediese de la vuestra?» Desprovisto de razones verdaderas para justificarse y de fuerza suficiente para defenderse; venciendo fácilmente a un particular, pero vencido él mismo por cuadrillas de bandidos; solo contra todos, y no pudiendo, a causa de sus mutuas rivalidades, unirse a sus iguales contra los enemigos unidos por el ansia común del pillaje, el rico, apremiado por la necesidad, concibió al fin el proyecto más premeditado que haya nacido jamás en el espíritu humano: emplear en su provecho las mismas fuerzas de quienes le atacaban, hacer de sus enemigos sus defensores, inspirarles otras máximas y darles otras instituciones que fueran para él tan favorables como adverso érale el derecho natural.
Con este fin, después de exponer a sus vecinos el horror de una situación que los armaba a todos contra todos, que hacía tan onerosas sus propiedades como sus necesidades, y en la cual nadie podía hallar seguridad ni en la pobreza ni en la riqueza, inventó fácilmente especiosas razones para conducirlos al fin que se proponía. «Unámonos -les dijo- para proteger a los débiles contra la opresión, contener a los ambiciosos y asegurar a cada uno la posesión de lo que le pertenece; hagamos reglamentos de justicia y de paz que todos estén obligados a observar, que no hagan excepción de nadie y que reparen en cierto modo los caprichos de la fortuna sometiendo igualmente al poderoso y al débil a deberes recíprocos. En una palabra: en lugar de volver nuestras fuerzas contra nosotros mismos, concentrémoslas en un poder supremo que nos gobierna con sabias leyes, que proteja y defienda a todos los miembros de la asociación, rechace a los enemigos comunes y nos mantenga en eterna concordia.»
Mucho menos que la equivalencia de este discurso fue preciso para decidir a hombres toscos, fáciles de seducir, que, por otra parte, tenían demasiadas cuestiones entre ellos para poder prescindir de árbitros, y demasiada avaricia y ambición para poderse pasar sin amos. Todos corrieron al encuentro de sus cadenas creyendo asegurar su libertad, pues, con bastante inteligencia para comprender las ventajas de una institución política, carecían de la experiencia necesaria para prevenir sus peligros; los más capaces de prever los abusos eran precisamente los que esperaban aprovecharse de ellos, y los mismos sabios vieron que era preciso resolverse a sacrificar una parte de su libertad para conservar la otra, del mismo modo que un herido se deja cortar un brazo para salvar el resto del cuerpo.
Tal fue o debió de ser el origen de la sociedad y de las leyes, que dieron nuevas trabas al débil y nuevas fuerzas al rico (32), aniquilaron para siempre la libertad natural, fijaron para todo tiempo la ley de la propiedad y de la desigualdad, hicieron de una astuta usurpación un derecho irrevocable, y, para provecho de unos cuantos ambiciosos, sujetaron a todo el género humano al trabajo, a la servidumbre y a la miseria. Fácilmente se ve cómo el establecimiento de una sola sociedad hizo indispensable el de todas las demás, y de qué manera, para hacer frente a fuerzas unidas, fue necesario unirse a la vez. Las sociedades, multiplicándose o extendiéndose rápidamente, cubrieron bien pronto toda la superficie de la tierra, y ya no fue posible hallar un solo rincón en el universo donde se pudiera evadir el yugo y sustraer la cabeza al filo de la espada, con frecuencia mal manejada, que cada hombre vio perpetuamente suspendida encima de su cabeza. Habiéndose convertido así el derecho civil en la regla común de todos los ciudadanos, la ley natural no se conservó sino entre las diversas sociedades, donde, bajo el nombre de derecho de gentes, fue moderada por algunas convenciones tácitas para hacer posible el comercio y suplir a la conmiseración natural, la cual, perdiendo de sociedad en sociedad casi toda la fuerza que tenía de hombre a hombre, no reside ya sino en algunas grandes almas cosmopolitas que franquean las barreras imaginarias que separan a los pueblos y, a ejemplo del Ser soberano que las ha creado, abrazan en su benevolencia a todo el género humano.
Los cuerpos políticos, que siguieron entre sí en el estado natural, no tardaron en sufrir los mismos inconvenientes que habían forzado a los particulares a salir de él, y esta situación fue más funesta aún entre esos grandes cuerpos que antes entre los individuos que los componían. De aquí salieron las guerras nacionales, las batallas, los asesinatos, las represalias, que hacen estremecerse a la naturaleza y ofenden a la razón, y todos esos prejuicios horribles que colocan en la categoría de las virtudes el honor de derramar sangre humana. Las gentes más honorables aprendieron a contar entre sus deberes el de degollar a sus semejantes; viose en fin a los hombres exterminarse a millares sin saber por qué, y en un solo día se cometían más crímenes, y más horrores en el asalto de una sola ciudad, que no se hubieran cometido en el estado de naturaleza durante siglos enteros y en toda la extensión de la tierra. Tales son los primeros efectos que se observan de la división del género humano en diferentes sociedades. Volvamos a sus instituciones.
Yo sé que otros han atribuido diferentes orígenes a las sociedades políticas, como las conquistas del más fuerte o la unión de los débiles; pero la elección entre estas causas es indiferente para lo que quiero dejar asentado. Sin embargo, la que yo he expuesto me parece la más natural por las siguientes razones: Primera: Que, en el primer caso, el derecho de conquista, no siendo un derecho, no ha podido servir de fundamento a otro alguno, pues el conquistador y los pueblos sometidos permanecían siempre en estado de guerra, a menos que la nación, recobrada su plena libertad, no escogiera voluntariamente a su vencedor por su jefe; hasta entonces, sean cualesquiera las capitulaciones que se hubiesen hecho, como sólo descansan sobre la violencia y, por consiguiente, son nulas por ese mismo hecho, no puede haber, en esta hipótesis, ni verdadera sociedad, ni cuerpo político, ni otra ley que la del más fuerte. Segunda: Que las palabras fuerte y débil son equívocas en el segundo caso; que en el intervalo entre el establecimiento del derecho de propiedad o del primer ocupante y la constitución de gobiernos políticos, el sentido de esos términos es mejor expresado por los de pobre y rico, porque, en efecto, un hombre no tenía antes de la implantación de las leyes otro medio de someter a sus iguales que el de atacar a sus bienes o el de darle parte de los suyos. Tercera: Que, no teniendo los pobres otra cosa que perder sino su libertad, hubieran cometido una gran locura privándose voluntariamente del único bien que les quedaba para no ganar nada en el cambio; que, al contrario, sensibles los ricos, por así decir, en todas las partes de sus bienes, era mucho más fácil hacerles daño, por lo cual tenían que tomar muchas más precauciones para protegerse; y que, por último, es razonable creer que una cosa ha sido inventada más bien por aquellos a quienes beneficia que por los que con ella salen perjudicados.
El naciente gobierno no tuvo forma regular y constante. La falta de filosofía y de experiencia sólo dejaba ver las dificultades presentes, y no se pensaba en remediar las otras sino a medida que se presentaban. A pesar de todos los esfuerzos de los más sabios legisladores, el estado político permaneció siempre imperfecto porque era en gran parte la obra del azar, y, mal empezado, al descubrirse con el tiempo sus defectos y sugerir los remedios pertinentes, nunca pudieron corregirse los vicios de su constitución; se le reformaba sin cesar, cuando hubiera sido necesario empezar por renovar el aire y separar los viejos materiales, como hizo Licurgo en Esparta, para construir en su lugar un buen edificio.
La sociedad no consistió al principio más que en algunas convenciones generales que todos los particulares se comprometían a observar, de cuyo cumplimiento respondía la comunidad ante cada uno de ellos. Fue necesario que la experiencia demostrara cuán débil era semejante constitución y cuán fácil a los infractores eludir la prueba o el castigo de las faltas de que el público sólo debía ser testigo y juez; fue preciso que los contratiempos y los desórdenes menudeasen continuamente, para que al fin se pensara en confiar a algunos particulares el peligroso depósito de la autoridad pública y se encargara a ciertos magistrados el cuidado de hacer observar las deliberaciones del pueblo; pues decir que los jefes fueron elegidos antes de que la confederación fuese hecha y que los ministros de la ley existieron antes que las leyes mismas, es una suposición que ni siquiera es permitido combatir seriamente.
Tampoco sería muy razonable creer que los pueblos se arrojaron desde el primer momento en brazos de un amo absoluto, sin condiciones y para siempre, y que el primer medio de atender a la seguridad común imaginado por hombres arrogantes o indómitos haya sido precipitarse en la esclavitud. En efecto: ¿por qué se han dado a sí mismos superiores si no es para que los defendieran contra la opresión y protegieran sus bienes, sus libertades y sus vidas, que son, por así decir, los elementos constitutivos de su ser? Ahora bien en las relaciones entre los hombres, lo peor que puede sucederle a uno es verse a discreción de otro; ¿no hubiera sido, pues, contra el buen sentido abandonar entre las manos de un jefe las únicas cosas para cuya conservación necesitaban su auxilio? ¿Qué equivalente hubiera podido ofrecer éste por la concesión de tan magnífico derecho? Y si hubiera osado exigirlo con el pretexto de defenderlos, ¿no hubiese recibido inmediatamente la respuesta del apólogo: ¿Qué mal nos haría el enemigo? Es, pues, incontestable, y tal es el precepto fundamental de todo derecho político, que los pueblos se han dado jefes para defender su libertad y no para oprimirlos. Si tenemos un príncipe -decía Plinio a Trajano- es con el fin de que nos preserve de tener un amo.
Los políticos hacen sobre el amor de la libertad los mismos sofismas que los filósofos sobre el estado de naturaleza. Por las cosas que ven juzgan cosas muy distintas que no han visto, y atribuyen a los hombres una inclinación natural a la esclavitud por la paciencia con que soportan la suya aquellos que tienen ante los ojos, sin pensar que sucede con la libertad como con la inocencia y la virtud, cuyo valor no se conoce mientras no se gozan, el gusto de las cuales desaparece tan pronto como se han perdido. «Conozco las delicias de tu país -dijo Brasidas a un sátrapa que comparaba la vida de Esparta con la de Persépolis-, pero tú no puedes conocer los placeres del mío.»
Al modo como un indómito cerril eriza sus crines, hiere la tierra con sus cascos y se debate impetuoso con sólo ver el freno, mientras un caballo domado sufre pacientemente el látigo y la espuela, el hombre bárbaro no dobla la cabeza al yugo, que el hombre civilizado soporta sin murmurar, y prefiere la más agitada libertad a una tranquila sujeción. No es, pues, por envilecimiento de los pueblos sometidos por lo que hay que juzgar las disposiciones naturales de los hombres en pro o en contra de la servidumbre, sino por los prodigios que han hecho todos los pueblos libres para protegerse contra la opresión. Bien sé que los primeros no hacen más que alabar sin cesar la paz y el reposo de que gozan entre sus hierros y que miserrimam servitutens pacem appellant (33); pero cuando veo a los otros sacrificar los placeres, el reposo, las riquezas, el poderío y hasta la vida misma para conservar ese bien único tan despreciado por los que lo han perdido; cuando veo a unos animales nacidos libres y aborreciendo la sumisión romperse la cabeza contra las rejas de su prisión; cuando veo a muchedumbres de salvajes completamente desnudos desdeñar las voluptuosidades europeas, desafiar el hambre, el fuego, el hierro y la muerte solamente por conservar su independencia, pienso que no corresponde a los esclavos razonar sobre la libertad.
En cuanto a la autoridad paternal, de la cual han hecho derivar algunos el gobierno absoluto y aun la sociedad entera, sin recurrir a las pruebas contrarias de Locke y de Sidney, basta con indicar que nada hay en el mundo tan lejos del espíritu feroz del despotismo como la dulzura de esa autoridad, que atiende más al provecho de quien obedece que a la utilidad del que manda; que, por ley natural, el padre sólo es dueño del hijo mientras éste necesita su ayuda; que después de este término son iguales, y que entonces el hijo, perfectamente independiente de su padre, sólo le debe respeto, mas no obediencia; porque el reconocimiento es un deber que hay que cumplir, pero no un derecho que se pueda exigir. En lugar de decir que la sociedad civil se deriva del poder paternal, sería necesario decir, al contrario, que es de ella de quien ese poder tiene su principal fuerza. Un individuo no fue reconocido por el padre de varios sino cuando todos permanecieron a su lado. Los bienes del padre, de los cuales él es el verdadero dueño, son los lazos que mantienen a los hijos bajo su dependencia, y él puede no darles parte en la herencia sino en la medida en que lo hayan merecido por un contimio acatamiento de su voluntad. Ahora bien: lejos de poder esperar los súbditos favor semejante de su déspota, como le pertenecen ellos y las cosas que poseen, o al menos así lo pretende aquél, se ven reducidos a recibir como un favor lo que les deja de sus propios bienes; hace justicia cuando los despoja; concede gracia cuando los deja vivir.
Continuando el examen de los hechos desde el punto de vista del derecho, no se hallaría más solidez que veracidad en la implantación voluntaria de la tiranía, y sería difícil demostrar la validez de un contrato que sólo obligaría a una de las partes, en el cual se pondría todo de un lado y nada del otro y que sólo redundaría en perjuicio del contrayente. Este odioso sistema está muy lejos de ser; aun hoy día, el de los monarcas sabios y buenos, como puede verse en diversos pasajes de sus edictos, y particularmente en el siguiente, de un célebre escrito publicado en 1667 en nombre y por orden de Luis XIV: «No se diga, pues, que el soberano no se halla sujeto a las leyes de su Estado, puesto que la proposición contraria es una verdad del derecho de gentes, que la lisonja ha atacado algunas veces, pero que los buenos príncipes han defendido siempre como una divinidad tutelar de su Estado. ¡Cuánto más legítimo es decir con el sabio Platón que la perfecta felicidad de un reino consiste en que el príncipe sea obedecido de sus súbditos, que él obedezca a la ley y que la ley sea recta y encaminada siempre al bien público!» (34). No me detendré a averiguar si, siendo la libertad la más noble de las facultades del hombre, no es degradar su naturaleza ponerse al nivel de las bestias, esclavas de su instinto, y aun ofender al mismo Autor de sus días, el renunciar sin reserva al más precioso de todos sus dones, el someterse a cometer todos los crímenes que El nos prohíbe, por complacer a un amo feroz e insensato, y si aquel Obrero sublime debe sentirse más irritado al ver destruir o al ver deshonrar su obra más hermosa. No apelaré, si se quiere, a la autoridad de Barbeyrac, que declara netamente, según Locke, que nadie puede vender su libertad hasta someterse a un poder arbitrario que lo trata a su capricho, porque -añade- sería vender su propia vida, de la cual uno no es dueño. Preguntaré solamente con qué derecho aquellos que no temen envilecerse a sí mismos hasta ese punto han sometido su posteridad a la misma ignominia y han renunciado por ella a unos bienes que ésta no debe a su liberalidad y sin los cuales la vida misma es una carga para todos aquellos que son dignos de ella.
Puffendorff (35) dice que, del mismo modo que una persona transfiere a otra sus bienes por medio de convenciones y contratos, de igual manera puede despojarse de su libertad en favor de alguno. Me parece un malísimo razonamiento, porque, en primer lugar, los bienes que yo enajeno se convierten para mí en cosa completamente extraña, cuyo abuso me es indiferente; pero me importa mucho que no se abuse de mi libertad, y yo no puedo, sin hacerme culpable del daño que se me obligará a hacer, exponerme a ser instrumento del crimen. En segundo lugar, siendo el derecho de propiedad de institución humana, cada uno puede disponer a su antojo de aquello que posee; pero no sucede lo mismo con los dones esenciales de la naturaleza, como la vida y la libertad, de los cuales le está permitido a cada uno gozar, mas de los que, al menos es dudoso, nadie tiene el derecho de despojarse. Renunciando a la libertad se degrada el ser; renunciando a la vida, se le aniquila en cuanto depende de uno mismo; y como ningún bien temporal puede compensar la falta de una o de otra, sería ofender al mismo tiempo a la naturaleza y a la razón renunciar a aquéllas a cualquier precio que fuera. Pero aunque se pudiera enajenar la libertad como los bienes propios, la diferencia sería muy grande en cuanto a los hijos, que no disfrutan de los bienes del padre sino por la transmisión de su derecho, mientras que siendo la libertad un don que han recibido de la naturaleza en su calidad de hombres, sus progenitores no tienen ningún derecho a despojarlos de ella; de suerte que, de igual manera que hubo de violentarse a la naturaleza para implantar la esclavitud, así ha sido preciso cambiarla para perpetuar ese derecho, y los jurisconsultos que decidieron gravemente que el hijo de una esclava nacería esclavo resolvieron, en otros términos, que un hombre no nace hombre.
Me parece cierto, pues, que no sólo los gobiernos no han empezado por el poder arbitrario, que no es sino su corrupción, su último extremo, y que los lleva en fin a la ley única del más fuerte, de la cual fueron al principio su remedio, sino que, aunque hubieran efectivamente empezado de ese modo, tal poder, siendo por naturaleza ilegítimo, no ha podido servir de fundamento a las leyes de la sociedad ni, por consiguiente, a la desigualdad de estado.
Sin entrar hoy en las investigaciones que están por hacer todavía sobre la naturaleza del pacto fundarnental de todo gobierno, me limito, siguiendo la opinión común, a considerar aquí la fundación del cuerpo político como un verdadero contrato entre los pueblos y los jefes que eligió para su gobierno, contrato por el cual se obligan las dos partes a la observación de las leyes que en él se estipulan y que constituyen los vínculos de su unión. Habiendo el pueblo, a propósito de las relaciones sociales, reunido todas sus voluntades en una sola, todos los artículos en que se expresa esa voluntad son otras tantas leyes fundamentales que obligan a todos los miembros del Estado sin excepción, una de las cuales determina la elección y el poder de los magistrados encargados de velar por la ejecución de las otras. Este poder se extiende a todo lo que puede mantener la constitución, pero no alcanza a poder cambiarla. Se añaden además los honores que hacen respetables las leyes y los magistrados, y para éstos personalmente, prerrogativas que los compensan de los penosos trabajos que cuesta una buena administración. El magistrado, a su vez, obligase a no usar el poder que le ha sido confiado sino conforme a la intención de sus mandatarios, a mantener a cada uno en el tranquilo disfrute de aquello que le pertenece, y a anteponer en toda ocasión la útilidad pública a su interés privado.
Antes de que la experiencia hubiese demostrado o que el conocimiento del corazón humano hubiera hecho prever los inevitables abusos de semejante constitución, debió parecer tanto más excelente cuanto que aquellos que estaban encargados de velar por su conservación eran los más interesados en ello; pues como la magistratura y sus derechos descansaban solamente sobre las leyes fundamentales, si éstas eran destruídas los magistrados dejaban de ser legítimos y el pueblo dejaba de deberles obediencia, y como la esencia del Estado no estaría constituida por el magistrado, sino por la ley, cada cual recobraría de derecho su libertad natural.
Por poco que se reflexionara atentamente, esto se hallaría confirmado por nuevas razones, y por la naturaleza del contrato se vería que éste no podría ser irrevocable; porque si no existía un poder superior que pudiera responder de la fidelidad de los contratantes ni forzarlos a cumplir sus compromisos recíprocos, las partes serían los únicos jueces de su propia causa y cada una tendría siempre el derecho de rescindir el contrato tan pronto como advirtiera que la otra infringía las condiciones, o bien cuando éstas dejaran de convenirle. Sobre este principio parece que puede estar fundado el derecho de abdicar. Ahora bien: a no considerar, como hacemos nosotros, más que la constitución humana, si el magistrado, que detenta, todo el poder y se apropia todas las ventajas del contrato, tenía el derecho de renunciar a la autoridad, con mayor razón el pueblo, que paga todos los errores de sus jefes, debía tener el derecho de renunciar a la dependencia. Pero las terribles disensiones, los desórdenes sin fin que traería consigo un poder tan peligroso, demuestran más que ningana otra cosa cómo los gobiernos humanos necesitaban una base más sólida que la sola razón y cómo era necesario a la tranquilidad pública que interviniera la voluntad divina para dar a la autoridad soberana un carácter sagrado e inviolable que privara a los súbditos del funesto derecho de disponer de esa autoridad. Aunque la religión no hubiera producido a los hombres más que este bien, sería suficiente para que todos la amaran y la adoptaran, aun con sus abusos, puesto que ahorra mucha más sangre que la derramada por el fanatismo. Pero sigamos el hilo de nuestra hipótesis.
Las diversas formas de gobierno deben su origen a las diferencias más o menos grandes que existían entre los particulares en el momento de su institución. ¿Había un hombre eminente en poder, en virtud, en riqueza o en crédito? Ese solo fue elegido magistrado, y el Estado fue monárquico. ¿Había algunos, aproximadamente iguales entre sí, que excedieran a todos los demás? Fueron elegidos conjuntamente, y hubo una aristocracia. Aquellos cuya fortuna o cuyos talentos eran menos desproporcionados y que menos se habían apartado del estado natural guardaron en común la administración suprema y constituyeron una democracia. El tiempo experimentó cuál de esas formas era la más ventajosa para los hombres. Unos quedaron sometidos únicamente a las leyes; otros bien pronto obedecieron a los amos. Los ciudadanos quisieron guardar su libertad; los súbditos sólo pensaron en arrebatársela a sus vecinos no pudiendo sufrir que otros gozaran un bien que no disfrutaban ellos mismos. En una palabra: en un lado estuvieron las riquezas y las conquistas; en otro, la felicidad y la virtud.
En estos diversos gobiernos todas las magistraturas fueron al principio electivas, y cuando la riqueza no la obtenía, la preferencia era otorgada al mérito, que concede un ascendiente natural, y a la edad, que da la experiencia en los asuntos y la sangre fría en las deliberaciones. Los ancianos entre los hebreos, los gerontes de Esparta, el senado de Roma y la misma etimología de nuestra palabra seigneur (36) demuestran cuán respetada era en otro tiempo la vejez.
Cuanto más recaía el nombramiento en hombres de edad avanzada más frecuentes eran las elecciones y las dificultades se hacían sentir más. Se introdujeron las intrigas, se formaron las facciones, se agriaron los partidos, se encendieron las guerras civiles; en fin, la sangre de los ciudadanos fue sacrificada al pretendido honor del Estado, y halláronse los hombres en vísperas de recaer en la anarquía de los tiempos pasados. La ambición de los poderosos aprovechó estas circunstancias para perpetuar sus cargos en sus familias; el pueblo, acostumbrado ya a la dependencia, al reposo y a las comodidades de la vida, incapacitado ya para romper sus hierros, consintió la agravación de su servidumbre para asegurar su tranquilidad. Así, los jefes, convertidos en hereditarios, empezaron a considerar su magistratura como un bien de familia, a mirarse a sí mismos como propietarios del Estado, del cual no eran al principio sino los empleados; a llamar esclavos a sus conciudadanos; a contarlos, como sí fueran animales, en el número de las cosas que les pertenecían, y a llamarse a sí mismos iguales de los dioses y reyes de reyes.
Si seguimos el progreso de la desigualdad a través de estas diversas revoluciones, hallaremos que el establecimiento de la ley y del derecho de propiedad fue su primer término; el segundo, la institución de la magistratura; el tercero y último, la mudanza del poder legítimo en poder arbitrario; de suerte que el estado de rico y de pobre fue autorizado por la primer época; el de poderoso y débil, por la segunda; y por la tercera, el de señor y esclavo, que es el último grado de la desigualdad y el término a que conducen en fin todos los otros, hasta que nuevas renovaciones disuelven por completo el gobierno o le retrotraen a su forma legítima.
Para comprender la necesidad de ese progreso no es necesario considerar tanto los motivos de la fundación del cuerpo político como la forma que toma en su realización y los inconvenientes que después suscita, pues los vicios que hacen necesarias las instituciones sociales son los mismos que hacen inevitable el abuso; y como, exceptuada solamente Esparta, donde la ley velaba principalmente por la educación de los niños, donde Licurgo estableció costumbres que casi le dispensaban de promulgar leyes, éstas, en general, menos fuertes que las pasiones, contienen a los hombres pero no los cambian, sería fácil demostrar que todo gobierno que, sin corromperse ni alterarse, procediera siempre exactamente según el fin de su existencia, habría sido instituido sin necesidad, y que un país en que nadie eludiera el cumplimiento de las leyes ni nadie abusara de la magistratura no tendría necesidad ni de magistrados ni de leyes.
Las distinciones políticas engendran necesariamente las diferencias civiles. La desigualdad, creciendo entre el pueblo y sus jefes, bien pronto se deja sentir entre los particulares, modificándose de mil maneras, según las pasiones, los talentos y las circunstancias. El magistrado no podría usurpar un poder ilegítimo sin rodearse de criaturas a su hechura, a las cuales tiene que ceder una parte. Por otro lado, los ciudadanos no se dejan oprimir sino arrastrados por una ciega ambición, y, mirando más hacia el suelo que hacia el cielo, la dominación les parece mejor que la independencia, y consienten llevar cadenas para poder imponerlas a su vez. Es muy difícil someter a la obediencia a aquel que no busca mandar, y el político más astuto no hallaría el modo de sojuzgar a unos hombres que sólo quisieran conservar su libertad. Pero la desigualdad se extiende sin trabajo entre las almas ambiciosas y viles, dispuestas siempre a correr los riesgos de la fortuna y a dominar u obedecer casi indiferentemente, según que la fortuna les sea favorable o adversa. Así, sucedió que pudo llegar un tiempo en que el pueblo estaba de tal modo fascinado, que sus conductores no tenían más que decir al más ínfimo de los hombres «¡sé grande tú y toda tu raza!», para que al instante pareciese grande a todo el mundo y a sus propios ojos y sus descendientes se elevaran a medida que se alejaban de él; cuanto más lejana e incierta era la causa, más aumentaba el efecto; cuantos más holgazanes podían contarse en una familia, más ilustre era.
Si fuera éste el lugar de entrar en tales detalles, explicaría fácilmente cómo, aunque no intervenga el gobierno, la desigualdad de consideración y de autoridad es inevitable entre particulares (37) tan pronto como, reunidos en una sociedad, se ven forzados a compararse entre sí y a tener en cuenta las diferencias que encuentran en el trato continuo y recíproco. Estas diferencias son de varias clases; pero como, en general, la riqueza, la nobleza, el rango, el poderío o el mérito personal son las distinciones principales por las cuales se mide a los hombres en la sociedad, probaría que la armonía o el choque de estas fuerzas diversas constituyen la indicación más segura de un Estado bien o mal constituido; haría ver que entre estas cuatro clases de desigualdad, como las cualidades personales son el origen de todas las demás, la riqueza es la última y a la cual se reducen al cabo las otras, porque, como es la más inmediatamente útil al bienestar y la más fácil de comunicar, de ella se sirven holgadamente los hombres para comprar las restantes, observación que permite juzgar con bastante exactitud en qué medida se ha apartado cada pueblo de su constitución primitiva y el camino que ha recorrido hacia el extremo límite de la corrupción. Señalaría de qué manera ese deseo universal de reputación, de honores y prerrogativas que a todos nos devora, ejercita y contrasta los talentos y las fuerzas, cómo excita y multiplica las pasiones y cómo al convertir a todos los hombres en concurrentes, rivales o, mejor, enemigos, origina a diario desgracias, triunfos y catástrofes de toda especie haciendo correr la misma pista a tantos pretendientes. Demostraría que a este ardiente deseo de notabilidad, que a este furor de sobresalir que nos mantiene en continua excitación, debemos lo que hay de mejor y peor entre los hombres, nuestras virtudes y nuestros vicios, nuestras ciencias y nuestros errores, nuestros conquistadores y filósofos; es decir, una multitud de cosas malas y un escaso número de buenas. Probaría, en fin, que si se ve a un puñado de poderosos y ricos en la cima de las grandezas y de la fortuna, mientras la muchedumbre se arrastra en la obscuridad y en la miseria, es porque los primeros no aprecian las cosas de que disfrutan sino porque los otros están privados de ellas, y que, sin cambiar de situación, dejarían de ser dichosos si el pueblo dejara de ser miserable.
Pero todos estos detalles constituirían por sí solos la materia de una obra considerable en la cual se pesaran las ventajas e inconvenientes de toda forma de gobierno con relación al estado natural y en la que se descubrieran los diferentes aspectos bajo los cuales se ha manifestado hasta hoy la desigualdad y podría manifestarse en los siglos futuros según la naturaleza de los gobiernos y las mudanzas que el tiempo introducirá en ellos necesariamente. Se vería a la multitud oprimida en el interior por una serie de medidas que ella misma había adoptado para protegerse contra las amenazas del exterior; se vería agravarse continuamente la opresión sin que los oprimidos pudieran saber nunca cuándo tendría término ni qué medio legítimo les quedaba para detenerla; veríanse los derechos de los ciudadanos y las libertades nacionales extinguirse poco a poco, y las reclamaciones de los débiles tratadas de murmullos de sediciosos; veríase a la política restringir el honor de defender la causa común a una porción mercenaria del pueblo, de donde se vería salir la necesidad de impuestos, y al labrador agobiado abandonar su campo, aun en tiempo de paz, y dejar el arado para ceñir la espada; veríanse nacer las funestas y caprichosas reglas del honor; veríanse a los defensores de la patria mudarse tarde o temprano en sus enemigos y tener sin cesar un puñal alzado sobre sus conciudadanos, y llegaría un tiempo en que se oiría a éstos decir al opresor de su país:
Pectore si fratris gladium juguloque parentis
Condere me jubeas, gravidaeque in viscera partu
Conjugis, invita peragam tamen omnia dextra (38).
LUCANO, lib. I, v. 376.
De la extrema desigualdad de las condiciones y de las fortunas; de la diversidad de las pasiones y de los talentos; de las artes inútiles, de las artes perniciosas, de las ciencias frívolas, saldría muchedumbre de prejuicios igualmente contrarios a la razón, a la felicidad y a la virtud; veríase a los jefes fomentar, desuniéndolos, todo lo que puede debilitar a hombres unidos, todo lo que puede dar a la sociedad un aspecto de concordia aparente y sembrar im germen de discordia real, todo cuanto puede inspirar a los diferentes órdenes una desconfianza mutua y un odio recíproco por la oposición de sus derechos y de sus intereses, y fortificar por consiguiente el poder que los contiene a todos.
Del seno de estos desórdenes y revoluciones, el despotismo, levantando por grados su odiosa cabeza y devorando cuanto percibiera de bueno y de sano en todas las partes del Estado, llegaría en fin a pisotear las leyes y el pueblo y a establecerse sobre las ruinas de la república. Los tiempos que precedieran a esta última mudanza serían tiempos de trastornos y, calamidades; mas al cabo todo sería devorado por el monstruo, y los pueblos ya no tendrían ni jefes ni leyes, sino tiranos. Desde este instante dejaría de hablarse de costumbres y de virtud, porque donde reina el despotismo, cui ex honesto nulla est spes (39) no sufre ningún otro amo; tan pronto como habla, no hay probidad ni deber alguno que deba ser consultado, y la más ciega obediencia es la única virtud que les queda a los esclavos.
Éste es el último término de la desigualdad, el punto extremo que cierra el círculo y toca el punto de donde hemos partido. Aquí es donde los particulares vuelven a ser iguales, porque ya no son nada y porque, como los súbditos no tienen más ley que la voluntad de su señor, ni el señor más regla que sus pasiones, las nociones del bien y los principios de la justicia se desvanecen de nuevo; aquí todo se reduce a la sola ley del más fuerte, y, por consiguiente, a un nuevo estado de naturaleza diferente de aquel por el cual hemos empezado, en que este último era el estado natural en su pureza y otro es el fruto de un exceso de corrupción. Pero tan poca diferencia hay, por otra parte, entre estos dos estados, y de tal modo el contrato de gobierno ha sido aniquilado por el despotismo, que el déspota sólo es el amo mientras es el más fuerte, no pudiendo reclamar nada contra la violencia tan pronto como es expulsado. El motín que acaba por estrangular o destrozar al sultán es un acto tan jurídico como aquellos por los cuales él disponía la víspera misma de las vidas y de los bienes de sus súbditos. Sólo la fuerza le sostenía; la fuerza sola le arroja. Todo sucede de ese modo conforme al orden natural, y cualquiera que sea el suceso de estas cortas y frecuentes revoluciones, nadie puede quejarse de la injusticia de otro, sino solamente de su propia imprudencia o de su infortunio.
Descubriendo y recorriendo los caminos olvidados que han debido de conducir al hombre del estado natural al estado civil; restableciendo, junto con las posiciones intermedias que acabo de señalar, las que el tiempo que me apremia me ha hecho suprimir o la imaginación no me ha sugerido, el lector atento quedará asombrado del espacio inmenso que separa esos dos estados. En esta lenta sucesión de cosas hallará la solución de una infinidad de problemas de moral y de política que los filósofos no pueden resolver. Viendo que el género humano de una época no era el mismo que el de otra, comprenderá la razón por la cual Diógenes no encontraba al hombre que buscaba, y es porque buscaba un hombre de un tiempo que ya no existía. Catón, pensará, pereció con Roma y la libertad porque no era hombre de su siglo, y el más grande entre los hombres no hizo más que asombrar a un mundo que hubiera gobernado quinientos años antes. En una palabra: explicará cómo el alma y las pasiones humanas, alterándose insensiblemente, cambian, por así decir, de naturaleza; por qué nuestras necesidades y nuestros placeres mudan de objetos con el tiempo; por qué, desapareciendo por grados el hombre natural, la sociedad no aparece a los ojos del sabio más que como un amontonamiento de hombres artificiales y pasiones ficticias, que son producto de todas esas nuevas relaciones y que carecen de un verdadero fundamento en la naturaleza.
Lo que la reflexión nos enseña sobre todo eso, la observación lo confirma plenamente: el hombre salvaje y el hombre civilizado difieren de tal modo por el corazón y por las inclinaciones, que aquello que constituye la felicidad suprema de uno reduciría al otro a la desesperación.
El primero sólo disfruta del reposo y de la libertad, sólo pretende vivir y permanecer ocioso, y la ataraxia misma del estoico no se aproxima a su profunda indiferencia por todo lo demás.
El ciudadano, por el contrario, siempre activo, suda, se agita, se atormenta incesantemente buscando ocupaciones todavía más laboriosas; trabaja hasta la muerte, y aun corre a ella para poder vivir, o renuncia a la vida para adquirir la inmortalidad; adula a los poderosos, a quienes odia, y a los ricos, a quienes desprecia, y nada excusa para conseguir el honor de servirlos; alábase altivamente de su protección y se envanece de su bajeza; y, orgulloso de su esclavitud, habla con desprecio de aquellos que no tienen el honor de compartirla.
¡Qué espectáculo para un caribe los trabajos penosos y envidiados de un ministro europeo!
¡Cuántas crueles muertes preferiría este indolente salvaje al horror de semejante vida, que frecuentemente ni siquiera el placer de obrar bien dulcifica!
Mas para que comprendiese el objeto de tantos cuidados sería necesario que estas palabras de poderío y reputación tuvieran en su espíritu cierto sentido; que supiera que hay una especie de hombres que tienen en mucha estima las miradas del resto del mundo, que saben ser felices y estar contentos de sí mismos guiándose más por la opinión ajena que por la suya propia. Tal es, en efecto, la verdadera causa de todas esas diferencias:
el salvaje vive en sí mismo; el hombre sociable, siempre fuera de sí, sólo sabe vivir según la opinión de los demás, y, por así decir, sólo del juicio ajeno deduce el sentimiento de su propia existencia.
No entra en mi objeto demostrar cómo nace de tal disposición la indiferencia para el bien y para el mal, al tiempo que se hacen tan bellos discursos de moral; cómo, reduciéndose todo a guardar las apariencias, todo se convierte en cosa falsa y fingida: honor, amistad, virtud, y frecuentemente hasta los mismos vicios, de los cuales se halla al fin el secreto de glorificarse; cómo, en una palabra, preguntando a los demás lo que somos y no atreviéndonos nunca a interrogarnos a nosotros mismos, en medio de tanta filosofía, de tanta humanidad, de tanta civilización y máximas sublimes, sólo tenemos un exterior frívolo y engañoso, honor sin virtud, razón sin sabiduría y placer sin felicidad.
Tengo suficiente con haber demostrado que ése no es el estado original del hombre y que sólo el espíritu de la sociedad y la desigualdad que ésta engendra mudan y alteran todas nuestras inclinaciones naturales.
He intentado explicar el origen y el desarrollo de la desigualdad, la fundación y los abusos de las sociedades políticas, en cuanto estas cosas pueden deducirse de la naturaleza del hombre por las solas luces de la razón e independientemente de los dogmas sagrados, que otorgan a la autoridad soberana la sanción del derecho divino.
De esta exposición se deduce que la desigualdad, siendo casi nula en el estado de naturaleza, debe su fuerza y su acrecentamiento al desarrollo de nuestras facultades y a los progresos del espíritu humano y se hace al cabo legítima por la institución de la propiedad y de las leyes.
Dedúcese también que la desigualdad moral, autorizada únicamente por el derecho positivo, es contraria al derecho natural siempre que no concuerda en igual proporción con la desigualdad física, distinción que determina de modo suficiente lo que se debe pensar a este respecto de la desigualdad que reina en todos los pueblos civilizados, pues va manifiestamente contra la ley de la naturaleza, de cualquier manera que se la defina, que un niño mande sobre un viejo, que un imbécil dirija a un hombre discreto y que un puñado de gentes rebose de cosas superfluas mientras la multitud hambrienta carece de lo necesario.
(El robo proudhoniano que de ello se infiere queda bastante claro)