De Jaspers a Heidegger, de Kierkegaard a Chestov, de los fenomenólogos a Scheler, en el plano lógico y en el plano moral, toda una familia de espíritus emparentados por su nostalgia, opuestos por sus métodos o sus fines, se han dedicado con afán a cerrar la vía real de la razón y a volver a encontrar los rectos caminos de la verdad.
Doy por supuesto aquí que esos pensamientos son conocidos y vividos. Cualesquiera que sean o que hayan sido sus ambiciones, todos han partido de este universo indecible en el que reinan la contradicción, la antinomia, la angustia o la impotencia.
(Que es, precisamente la contradicción, la antinomia, la angustia --la parte anímicamente destrozada de la criatura humana--, su condición existencial --en cualquier lugar-- afuera del clonamiento cutural-local que la formó como tal, lo que reprime y castra el régimen)
Y justamente los temas que hemos venido indicando es lo que tienen en común. También con respecto a ellos es necesario decir que lo que importa sobre todo son las conclusiones que hayan podido sacar de esos descubrimientos. Importa tanto que habrá que examinarlos por separado. Pero por el momento se trata solamente de sus descubrimientos y sus experiencias iniciales. Se trata únicamente de comprobar su concordancia. Si bien sería presuntuoso querer tratar de sus filosofías, es posible y suficiente, en todo caso, hacer sentir el clima que les es común.
Heidegger considera fríamente la condición humana y anuncia que esta existencia está humillada. La única realidad es la "inquietud" en toda la escala de los seres. Para el hombre perdido en el mundo y en sus diversiones, esa inquietud es un temor breve y fugitivo. Pero si ese temor adquiere conciencia de sí mismo se convierte en la angustia, clima perpetuo del hombre lúcido "en el que vuelve a encontrarse la existencia".
(E. Fromm, en su Psicoanálisis de la Sociedad Contemporánea, también entra en el tema, salvo que, en este caso, ese temor que, al adquirir conciencia de si mismo, se convierte en angustia, viene dado como enajenación en la sociedad capitalista dónde el desborde delirante del control de pensamiento y alma, bajo el virus imparable del régimen, hace que esa única realidad sea la "inquietud" en toda la escala de los seres. Inquietud de zozobra, de naufragante, de esa enajenación colectiva y galopante que inunda por doquier montañas, valles y mares...hay que decirlo: "inquietud" que no padecen los hambrientos del mundo; ellos tienen otras inquietudes mas prosáicas)
Este profesor de filosofía escribe sin temblar y en el lenguaje más abstracto del mundo que "el carácter finito y limitado de la existencia humana es más primordial que el hombre mismo". Se interesa por Kant, pero es para reconocer el carácter limitado de su "Razón pura". Es para llegar, al término de sus análisis, a la conclusión de que "el mundo no puede ya ofrecer nada al hombre angustiado". La verdad de esta inquietud le parece de tal modo más importante que todas las categorías del razonamiento, que no piensa más que en ella y no habla sino de ella. Enumera sus rostros: de fastidio cuando el hombre trivial trata de nivelarla en sí mismo y de aturdirla; de terror cuando el espíritu contempla la muerte.
Tampoco él separa la conciencia de lo absurdo. La conciencia de la muerte es el llamamiento de la inquietud y la "existencia se dirige entonces un llamamiento a sí misma por medio de la ciencia". Es la voz misma de la angustia y exhorta a la existencia a que "se recupere ella misma de su pérdida en el 'se' anónimo". También él opina que no hay que dormir y que es necesario velar hasta la consumación. Se mantiene en este mundo absurdo y señala su carácter perecedero. Busca su camino en medio de estos escombros.
Jaspers desespera de toda ontología porque pretende que hemos perdido la "ingenuidad". Sabe que no podemos llegar a nada que trascienda el juego mortal de las apariencias. Sabe que el final del espíritu es el fracaso. Se demora en las aventuras espirituales que nos ofrece la historia y descubre implacablemente el fallo de cada sistema, la ilusión que lo ha salvado todo, la predicación que no ha ocultado nada. En este mundo devastado donde está demostrada la imposibilidad de conocer, donde la nada parece la única realidad y la desesperación sin recurso la única actitud, trata de encontrar el hilo de Ariadna que lleva a los secretos divinos.
Chestov, por su parte, a lo largo de una obra de admirable monotonía, orientado, sin cesar hacia las mismas verdades, demuestra sin descanso que el sistema más cerrado, el racionalismo más universal, termina siempre chocando con lo irracional del pensamiento humano. No se le escapa ninguna de las evidencias irónicas, de las contradicciones irrisorias que menosprecian la razón. Una sola cosa le interesa y es la excepción, bien sea de la historia del corazón o del espíritu. A través de las experiencias dostoievskianas del condenado a muerte, de las aventuras exasperadas del espíritu nietzscheano, de las imprecaciones de Hamlet o de la amarga aristocracia de un Ibsen, descubre, aclara y magnifica la rebelión humana contra lo irremediable. Niega sus razones a la razón y no comienza a dirigir sus pasos con alguna decisión sino en el centro de ese desierto sin colores en el que todas las certidumbres se han convertido en piedras.
Kierkegaard, quizás el más interesante de todos, por lo menos a causa de una parte de su existencia, hace algo más que descubrir lo absurdo: lo vive. El hombre que escribe: "El más seguro de los mutismos no consiste en callarse, sino en hablar", se asegura, para comenzar, de que ninguna verdad es absoluta y no puede hacer satisfactoria una existencia imposible en sí misma. Don Juan del conocimiento, multiplica los seudónimos y las contradicciones, escribe los Discursos edificantes al mismo tiempo que ese manual del espiritualismo cínico que se llama el Diario del seductor. Rechaza los consuelos, la moral, los principios tranquilizadores. No procura calmar el dolor de la espina que siente en el corazón. Lo excita, por el contrario y, con la alegría desesperada de un crucificado contento de serlo, construye pieza a pieza, con lucidez, negación y comedia, una categoría de lo demoníaco. Este rostro a la vez tierno e irónico, estas piruetas seguidas de un grito que sale del fondo del alma son el espíritu absurdo mismo en lucha con una realidad que lo supera. Y la aventura espiritual que lleva a Kierkegaard a sus queridos escándalos comienza también en el caos de una experiencia privada de sus decorados y vuelta a su incoherencia primera. En un plano muy distinto, el del método, con sus exageraciones mismas, Husserl y los fenomenólogos restituyen al mundo su diversidad y niegan el poder trascendente de la razón. El universo espiritual se enriquece con ellos de una manera incalculable. El pétalo de rosa, el mojón kilométrico o la mano humana tienen tanta importancia como el amor, el deseo o las leyes de la gravitación. Pensar no es ya unificar, hacer familiar la apariencia bajo el rostro de un gran principio. Pensar es aprender de nuevo a ver, a estar atento; es dirigir la propia conciencia, hacer de cada idea y de cada imagen, a la manera de Proust, un lugar privilegiado. Paradójicamente todo está privilegiado.
Lo que justifica el pensamiento es su extremada conciencia. Aunque sea más positivo que los de Kierkegaard o Chestov, el sistema husserliano, en su origen, niega, sin embargo, el método clásico de la razón, decepciona a la esperanza, abre a la intuición y al corazón toda una proliferación de fenómenos cuya riqueza tiene algo de inhumano.
Estos caminos llevan a todas las ciencias o a ninguna. Es decir, que el medio tiene aquí más importancia que el fin. Se trata solamente "de una actitud para conocer" y no de un consuelo. Una vez más, por lo menos en el origen. ¡Cómo no advertir el parentesco profundo de esos pensadores! ¿Cómo no ver que se reagrupan alrededor de un lugar privilegiado y amargo donde la esperanza ya no tiene cabida? Quiero que me sea explicado todo o nada. Y la razón es impotente ante ese grito del corazón. El espíritu despertado por esta exigencia busca y no encuentra sino contradicciones y desatinos. Lo que yo no comprendo carece de razón. El mundo está lleno, de estas irracionalidades. El mundo mismo, cuya significación única no comprendo, no es sino una inmensa irracionalidad. Si se pudiera decir una sola vez: "esto está claro", todo se salvaría. Pero estos hombres proclaman a porfía que nada está claro, que todo es caos, que el hombre conserva solamente su clarividencia y el conocimiento preciso de los muros que lo rodean. Todas estas experiencias concuerdan y se recortan. El espíritu llegado a los confines debe juzgar y elegir sus conclusiones. En ese punto se sitúan el suicidio y la respuesta. Pero quiero invertir el orden de la investigación y partir de la aventura inteligente para volver a los gestos cotidianos. Las experiencias aquí evocadas han nacido en el desierto que no hay que abandonar. Por lo menos hay que saber hasta dónde han llegado. En ese punto de su esfuerzo el hombre se halla ante lo irracional. Siente en sí mismo su deseo de dicha y de razón. Lo absurdo nace de esta confrontación entre el llamamiento humano y el silencio irrazonable del mundo. Esto es lo que no hay que olvidar. A esto es a lo que hay que aferrarse, puesto que toda la consecuencia de una vida puede nacer de ello. Lo irracional, la nostalgia humana y lo absurdo que surge de su enfrentamiento son los tres personajes del drama que debe terminar necesariamente con toda la lógica de que es capaz una existencia.
EL HOMBRE ABSURDO
“Si Stavroguin cree, no cree que crea. Si no cree, no cree que no crea.” Dostoievski: Los poseídos.
"Mi campo —dice Goethe— es el tiempo."
He aquí la palabra absurda. ¿Qué es, en efecto, el hombre absurdo ? El que, sin negarlo, no hace nada por lo eterno. No es que le sea extraña la nostalgia, sino que prefiere a ella su valor y su razonamiento.
El primero le enseña a vivir sin apelación y a contentarse con lo que tiene; el segundo, le enseña sus límites. Seguro de su libertad a plazo, de su rebelión sin porvenir y de su conciencia perecedera, prosigue su aventura en el tiempo de su vida. En él está su campo, en él está su acción, que sustrae a todo juicio excepto el suyo. Una vida más grande no puede significar para él otra vida. Eso sería deshonesto. Tampoco me refiero aquí a esa eternidad irrisoria que se llama posteridad.
Madame Roland se remitía a ella. Esta imprudencia ha recibido su lección. La posteridad cita de buena gana esa frase, pero se olvida de juzgarla. Madame Roland es indiferente para la posteridad. No se puede disertar sobre la moral. He visto a personas obrar mal con mucha moral y compruebo todos los días que la honradez no necesita reglas.
El hombre absurdo no puede admitir sino una moral, la que no se separa de Dios, la que se dicta. Pero vive justamente fuera de ese Dios. En cuanto a las otras (e incluyo también al inmoralismo), el hombre absurdo no ve en ellas sino justificaciones, y no tiene nada que justificar.
Parto aquí del principio de su inocencia. Esta inocencia es temible. "Todo está permitido", exclama Iván Karamázov. También esto parece absurdo, pero con la condición de no entenderlo en el sentido vulgar.
No sé si se ha advertido bien: no se trata de un grito de liberación y de alegría, sino de una comprobación amarga. La certidumbre de un Dios que diera su sentido a la vida supera mucho en atractivo al poder impune de hacer el mal. La elección no sería difícil. Pero no hay elección y entonces comienza la amargura. Lo absurdo no libera, ata. No autoriza todos los actos. Todo está permitido, no significa que nada esté prohibido. Lo absurdo da solamente su equivalencia a las consecuencias de esos actos. No recomienda el crimen, eso sería pueril, pero restituye al remordimiento su inutilidad.
Del mismo modo, si todas las experiencias son indiferentes, la del deber es tan legítima como cualquier otra. Se puede ser virtuoso por capricho. Todas las morales se fundan en la idea de que un acto tiene consecuencias que lo justifican o lo borran. Un espíritu empapado de absurdo juzga solamente que esas consecuencias deben ser consideradas con serenidad.
Está dispuesto a pagar. Dicho de otro modo, si bien para él puede haber responsables, no hay culpables. Todo lo más consentirá en utilizar la experiencia pasada para fundamentar sus actos futuros. El tiempo hará vivir al tiempo y la vida servirá a la vida. En este campo a la vez limitado y atestado de posibilidades, todo le parece imprevisible en sí mismo y fuera de su lucidez.
¿Qué regla podría deducirse, por lo tanto, de este orden irrazonable? La única verdad que puede parecerle instructiva no es formal: se anima y se desarrolla en los hombres. No son, por consiguiente, reglas éticas las que el espíritu absurdo puede buscar al final de su razonamiento, sino ilustraciones y el soplo de las vidas humanas.
Las imágenes que damos a continuación son de esa clase. Siguen el razonamiento absurdo dándole su actitud y su calor. ¿Necesito desarrollar la idea de que un ejemplo no es forzosamente un ejemplo que hay que seguir (menos todavía, si es posible en el mundo absurdo), y que estas ilustraciones no son, por lo tanto, modelos?
Además de que es necesaria la vocación, resulta ridículo, salvadas las distancias, deducir de Rousseau que hay que caminar a cuatro patas y de Nietzsche que conviene maltratar a la propia madre.
"Hay que ser absurdo —escribe un autor moderno—; no hay que ser iluso." Las actitudes de que se va a tratar no pueden adquirir todo su sentido si no se tienen en cuenta sus contrarias. Un supernumerario de correos es igual a un conquistador si la conciencia les es común. Todas las experiencias son indiferentes a este respecto.
Pueden servir o perjudicar al hombre. Le sirven si es consciente. Si no lo es, ello no tiene importancia: las derrotas de un hombre no juzgan a las circunstancias, sino a él mismo. Elijo únicamente a hombres que sólo aspiran a agotarse, o que tengo conciencia por ellos de que se agotan. La cosa no pasa de ahí. Por el momento no quiero hablar sino de un mundo en el que los pensamientos, lo mismo que las vidas, carecen de porvenir. Todo lo que hace trabajar y agitarse al nombre utiliza la esperanza. El único pensamiento que no es mentiroso es, por lo tanto, un pensamiento estéril. En el mundo absurdo, el valor de una noción o de una vida se mide por su infecundidad.
SISIFO CANSADO SUEÑA QUE ES KIRILOV
Kirilov
Todos los personajes de Dostoievski se interrogan sobre el sentido de la vida.
Son modernos en eso: no temen al ridículo. Lo que distingue a la sensibilidad moderna de la sensibilidad clásica es que ésta se nutre de problemas morales y aquélla e problemas metafísicos.
En las novelas de Dostoievski se plantea la cuestión con tal intensidad que no puede traer aparejadas sino soluciones extremas.
La existencia es engañosa o es eterna. Si Dostoievski se contentase con este examen sería filósofo. Pero ilustra las consecuencias que pueden tener esos juegos del espíritu en una vida de hombre, y en eso es artista.
Entre esas consecuencias, la que le interesa es la última, a la que en el Diario de un escritor llama él mismo suicidio lógico. En efecto, en las entregas de diciembre de 1876 imagina el razonamiento del "suicida lógico".
Convencido de que la existencia humana es una perfecta absurdidad para quien no tiene fe en la inmortalidad, el desesperado llega a las siguientes conclusiones:
"Puesto que a mis preguntas con respecto a la dicha se me ha respondido, por medio de mi conciencia, que no puedo ser dichoso sino en armonía con el gran todo, que no concibo ni podré concebir nunca, es evidente... "... Puesto que, en fin, en este orden de cosas, asumo a la vez el papel del demandante y del demandado, del acusado y del juez, y puesto que encuentro enteramente estúpida esta comedia por parte de la naturaleza, y hasta considero humillante por mi parte que acepte representarla...
"En mi calidad indiscutible de demandante y demandado, de juez y de acusado, condeno a esta naturaleza que, con una desenvoltura tan imprudente, me ha hecho nacer para sufrir: la condeno a que sea aniquilada conmigo."
Hay todavía un poco de humorismo en esta posición. Este suicida se mata porque se le ha vejado en el plano metafísico. En cierto sentido, se venga. Es la manera que tiene de demostrar que "no podrán con él".
Se sabe, sin embargo, que el mismo tema se encarna, pero con la amplitud más admirable, en Kirilov, personaje de Los poseídos partidario también del suicidio lógico.
El ingeniero Kirilov declara en 20 La de Malraux, por ejemplo. Pero habría debido abordar al mismo tiempo el problema social al que, en efecto, no puede evitar el pensamiento absurdo (aunque éste pueda proponerle muchas soluciones y muy diferentes). Sin embargo, hay que limitarse. alguna parte que quiere quitarse la vida porque ésa "es su idea” . Se comprende bien que hay que tomar la palabra en su sentido propio.
El se dispone a morir por una idea, por un pensamiento. Es el suicidio superior. Progresivamente, a lo largo de escenas en que la máscara de Kirilov se va aclarando poco a poco, se nos revela el pensamiento mortal que lo anima. En efecto, el ingeniero repite los razonamientos del Diario. Siente que Dios es necesario y tiene que existir, pero sabe que no existe y que no puede existir. ¿Cómo no comprendes —exclama— que ésa es una razón suficiente para matarse?" Esta actitud trae aparejadas igualmente en él algunas de las consecuencias absurdas.
Acepta por indiferencia que se utilice su suicidio en provecho de una causa a la que desprecia. "He decidido esta noche que eso no me importa." Prepara, finalmente, su gesto con un sentimiento en el que se mezclan la rebelión y la libertad. "Me mataré para afirmar mi insubordinación, mi nueva y terrible libertad."
No se trata ya de venganza, sino de rebelión. Kirilov es, por lo tanto, un personaje absurdo, con esta reserva esencial, sin embargo: que se mata. Pero él mismo explica esa contradicción, y de tal modo que revela al mismo tiempo el secreto absurdo en toda su pureza. Agrega, en efecto, a su lógica mortal una ambición extraordinaria que da al personaje toda su perspectiva: quiere matarse para hacerse dios. El razonamiento es de una claridad clásica. Si Dios no existe, Kirilov es dios. Si Dios no existe, Kirilov debe matarse. Por lo tanto, Kirilov debe matarse para ser dios. Esta lógica es absurda, pero es lo que debe ser.
Sin embargo, lo que interesa es dar un sentido a esta divinidad traída de nuevo a la tierra. Eso equivale a aclarar la premisa, "Si Dios no existe, yo soy dios", que sigue siendo bastante oscura. Es importante hacer notar, ante todo, que el hombre que pregona esta pretensión insensata es muy de este mundo.
Hace gimnasia todas las mañanas para conservar la salud. Se conmueve con la alegría de Chatov al volver a encontrar a su esposa. En un papel que se encontrará después de su muerte quiere dibujar una figura que "les" saque la lengua. Es pueril e iracundo, apasionado, metódico y sensible. Del superhombre no tiene sino la lógica y la idea fija, pero en cambio tiene todo el registro del hombre.
Sin embargo, es él quien habla tranquilamente de su divinidad. No está loco, pues en ese caso lo estaría Dostoievski. Lo que le agita no es una ilusión de megalómano. Y esta vez sería ridículo tomar las palabras en su sentido propio. Kirilov mismo nos ayuda a comprender mejor. En respuesta a una pregunta de Stavroguin, precisa que no habla de un dios-hombre. Se podría pensar que es porque cuida de distinguirse de Cristo, pero se trata, en realidad, de anexar a éste.
En efecto, Kirilov se imagina durante un momento que Jesús, al morir, no ha vuelto a encontrarse en el Paraíso. Entonces se da cuenta de que su tortura ha sido inútil. "Las leyes de la naturaleza —dice el ingeniero— han hecho vivir a Cristo en medio de la mentira y morir por una mentira". En este sentido solamente, Jesús encarna todo el drama humano. Es el hombre perfecto, pues es quien ha realizado la condición más absurda. No es el Dios-hombre, sino el hombre-dios. Y, como él, cada uno de nosotros puede ser crucificado y, engañado, y lo es en cierta medida.
La divinidad de que se trata es, por lo tanto, enteramente terrenal. "He buscado durante tres años —dice Kirilov— el atributo de mi divinidad y lo he encontrado. "El atributo de mi divinidad es la independencia". Ahora se advierte el sentido de la premisa kiriloviana: "Si Dios no existe, yo soy dios".
Hacerse dios es solamente ser libre en esta tierra, no servir a un ser inmortal. Es, sobre todo, por supuesto, sacar todas las consecuencias de esa independencia dolorosa.
Si Dios existe, todo depende de El y nosotros nada podemos contra su voluntad. Si no existe, todo depende de nosotros. Para Kirilov, lo mismo que para Nietzsche, matar a Dios es hacerse dios uno mismo, es realizar en esta tierra la vida eterna de que habla el Evangelio 21 .
Pero si este crimen metafísico basta para la realización del hombre, ¿por qué añadirle el suicidio? ¿Por qué matarse, abandonar este mundo después de haber conquistado la libertad? Esto es contradictorio. Kirilov lo sabe, y añade: "Si sientes eso, eres un zar, y lejos de matarte, vivirás en el colmo de la gloria '. Pero los hombres no lo saben. No sienten "eso". Como en tiempos de Prometeo, mantienen en ellos mismos las esperanzas ciegas. Necesitan que se les muestre el camino y no pueden prescindir de la predicación. Por lo tanto, Kirilov debe matarse por amor a la humanidad. Debe mostrar a sus hermanos una vía real y difícil que será el primero en recorrer. Es un suicidio pedagógico. Por lo tanto, Kirilov se sacrifica, pero aunque se le crucifica, no se le engaña. Sigue siendo hombre-dios, convencido de que la suya es una muerte sin porvenir, empapado en la melancolía evangélica. "Yo soy desdichado —dice— porque me veo obligado a afirmar mi libertad."
Pero muerto él e ilustrados los hombres, esta tierra se poblará de zares y se iluminará con la gloria humana. El pistoletazo de Kirilov será la señal de la última revolución. Por lo tanto, no es la desesperación lo que le impulsa a la muerte, sino su amor al prójimo.
Antes de terminar la aventura espiritual, Kirilov pronuncia una frase tan vieja como el sufrimiento de los hombres: "Todo está bien".
Este tema del suicidio en Dostoievski es, por lo tanto, un tema absurdo. Anotemos solamente, antes de seguir adelante, que Kirilov rebota en otros personajes que también plantean nuevos temas absurdos.
Stavroguin e Iván Karamázov ejercitan en la vida práctica verdades absurdas. A ellos es a quienes libera la muerte de Kirilov. Tratan de ser zares. Stavroguin lleva una vida "irónica", ya se sabe cuál. Despierta el odio a su alrededor. Y, sin embargo, la palabra-clave de este personaje se encuentra en su carta de despedida. "No he podido detestar nada." Es zar en la indiferencia. Iván lo es también al negarse a abdicar los poderes regios del espíritu. A quienes, como su hermano, prueban con su vida que hay que humillarse para creer, podría responder que la condición es indigna. Su frase-clave es el "todo está permitido", con el matiz de tristeza que conviene.
Claro está que, como Nietzsche, el más célebre de los asesinos de Dios, termina en la locura. Pero es un riesgo que hay que correr y ante esos fines trágicos el movimiento esencial del espíritu absurdo consiste en preguntar: “¿Qué demuestra eso?" Así las novelas, al igual que el Diario, plantean la cuestión absurda. Instauran la lógica hasta la muerte, la exaltación, la libertad "terrible", la gloria de los zares hecha humana, Todo está bien, todo está permitido y nada es detestable, son juicios absurdos, ¡ Pero qué prodigiosa creación ésta en la que nos parecen tan familiares estos seres de fuego y de hielo!
El mundo apasionado de la indiferencia que gruñe en su corazón no nos parece monstruoso. Volvemos a encontrar en él nuestras angustias. "Stavroguin: ¿Cree usted en la vida eterna en el otro mundo? —Kirilov: No, pero creo en la vida eterna en éste." "El hombre no ha hecho más que inventar a Dios para no matarse. Así se resume la historia universal hasta este momento." cotidianas.
Y sin duda, nadie como Dostoievski ha sabido dar al mundo absurdo prestigios tan próximos y tan torturantes. Sin embargo, ¿cuál es su conclusión? Dos citas mostrarán la inversión metafísica completa que lleva al escritor a otras revelaciones. Como el razonamiento del suicida lógico ha provocado algunas protestas de los críticos, Dostoievski desarrolla su posición en las siguientes entregas del Diario y concluye así: "Si la fe en la inmortalidad le es tan necesaria al ser humano (que sin ella llega a matarse) es porque se trata del estado normal de la humanidad. Siendo así, la inmortalidad del alma humana existe sin duda alguna".
Por otra parte, en las últimas páginas de su última novela, al término de ese gigantesco combate con Dios, unos niños preguntan a Aliocha: "Karamázov: ¿ es cierto lo que dice la religión, que nosotros resucitaremos de entre los muertos, que volveremos a vernos los unos a los otros?". Y Aliocha responde: "Ciertamente, volveremos a vernos, nos contaremos alegremente todo lo que ha ocurrido". Así son vencidos Kirilov, Stavroguin e Iván. Los Karamázov responden a los Poseídos. Y se trata seguramente de una conclusión. El caso de Aliocha no es ambiguo como el del príncipe Muichkin. Este último está enfermo y vive en un perpetuo presente, matizado con sonrisas e indiferencia, y ese estado bienaventurado podría ser la vida eterna de que habla el príncipe. Por el contrario, Aliocha le dice: "Volveremos a encontrarnos". Ya no se trata de suicidio y de locura. ¿Para qué si se está seguro de la inmortalidad y de sus goces? El hombre cambia su divinidad por la felicidad. "Nos contaremos alegremente todo lo que ha ocurrido".
Así el pistoletazo de Kirilov ha resonado en alguna parte de Rusia, pero el mundo ha seguido manteniendo sus esperanzas ciegas. Los hombres no han comprendido "eso". Quien nos habla no es un novelista absurdo, sino un novelista existencial. También en este caso al salto es conmovedor, da su grandeza al arte que lo inspira. Es una adhesión enternecedora llena de dudas, incierta y ardiente.
Hablando de los Karamázov, Dostoievski dice: "La cuestión principal que se tratará en todas las partes de este libro es la misma que me ha hecho sufrir consciente o inconscientemente durante toda mi vida: la existencia de Dios". Es difícil creer que una novela haya bastado para transformar en certidumbre gozosa el sufrimiento de toda una vida. Un comentarista lo advierte con razón: Dostoievski va unido a Iván; y los capítulos afirmativos de los Karamázov le han exigido tres meses de esfuerzos, en tanto que lo que él llamaba "las blasfemias" fueron compuestas en tres semanas de exaltación. No hay un solo personaje suyo que no lleve esa espina en la carne, que no le irrite o que no busque un remedio en la sensación o en la inmoralidad .
En todo caso, quedémonos en la duda. He aquí una obra en la que en un claroscuro más vivo que la luz del día podemos discernir la lucha del hombre contra sus esperanzas. Al llegar al final, el creador elige contra sus personajes. Esta contradicción nos permite introducir un matiz. Aquí no se trata de una obra absurda, sino de una obra que plantea el problema absurdo. La respuesta de Dostoievski es la humillación; la "vergüenza", según Stavroguin. Una obra absurda, por el contrario, no proporciona respuesta alguna, y ésta es la diferencia. Aqui hay una observación curiosa y penetrante de Gide: casi todos los personajes de Dostoievski son polígamos. en esta obra no es su carácter cristiano, sino el anuncio que hace de la vida futura. Se puede ser cristiano y absurdo. Hay ejemplos de cristianos que no creen en la vida futura. A propósito de la obra de arte sería posible, por lo tanto, precisar una de las direcciones del análisis absurdo que se ha podido presentir en las páginas precedentes. Lleva a plantear "la absurdidad del Evangelio". Aclara la idea, fecunda en consecuencias, de que las convicciones no impiden la incredulidad. Bien se ve, por el contrario, que el autor de Los poseídos, familiarizado con estos caminos, ha tomado al final una vía completamente distinta. La sorprendente respuesta del creador a sus personajes, de Dostoievski a Kirilov, puede resumirse así, en efecto: La existencia es engañosa y eterna.